La cabaña

La cabaña es una historia de restauración de la relación con Dios. Trata de la rabia con Dios que experimenta un hombre llamado Mackenzie, que años atrás perdió a su hija menor cuando un asesino en serie la secuestró y la mató. A raíz del profundo dolor, Mackenzie empieza a cuestionar a Dios, de modo que Dios le pone una cita justo en la cabaña donde encontraron a su hija y allí finalmente criatura y Creador restauran su relación.

La cabaña, por tanto, intenta ser una novela sobre la teodicea. En filosofía y teología, la teodicea trata sobre cómo reconciliar la existencia del mal con la existencia del Dios omnipotente, omnipresente, omnisciente y bueno del cristianismo.

LO BUENO

Aunque hay muchos argumentos filosóficos y teológicos convincentes sobre por qué el mal y el Dios cristiano coexisten en el presente, tales argumentos no han descendido a la cultura popular y poco cuidado se presta a una apologética existencial del problema del mal. Las respuestas intelectuales pueden ser interesantes, pero solo están al alcance de quienes tengan dicha inclinación. La cabaña se presenta como una alternativa popular para resolver esta pregunta. Su gran acogida en el papel y el cine muestra la urgencia que tiene nuestra sociedad de encontrar respuestas al problema del mal desde la experiencia y con alcance popular.

Y la razón para ello es clara. Vivimos en un mundo caído. Por esa sencilla razón, todos vamos a experimentar el mal en algún momento. Y cuando el mal aparezca, ni el más estructurado de los intelectuales pensará: «Oh, como es lógico que Dios y el mal coexistan en el presente, ya no me duele» (léase con afectada voz de intelectual soberbio). No. Cuando el mal golpea nuestra vida, las respuestas naturales del hombre son: «¿POR QUÉ A MÍ?», «¡DÓNDE ESTÁS, SEÑOR!» o «¡DIOS MÍO, POR QUÉ ME HAS DESAMPARADO!».

Déjeme ser franco al respecto, la gran virtud de La cabaña es que realmente alivia el corazón de quienes tenemos o hemos tenido el corazón destrozado. Es una pomada al alma. No hay forma de disimularlo. Cada persona que he conocido cuyo corazón está adolorido se ha sentido al menos entendida después de haber leído el libro o visto la película. Tal cosa es mucho más de lo que puede decirse después de que quienes hemos sufrido hablamos con creyentes de «vidas perfectas» (¡Dónde están los perfectos!). Por eso no me avergüenza decir que, una vez me permití adentrarme en su género literario, lloré desde la primera hasta la última página.

Otra gran virtud de La cabaña es haber intentado una respuesta al problema del mal con alcance popular. Paul Young, su autor, teniendo claro su público —la gran masa de la población—, busca tocar emociones profundas del dolor humano y la sanidad del alma herida. Y desde su perspectiva pop lo logra. Este es un punto valiosísimo de La cabaña: hacer obvia la necesidad que tiene nuestro mundo Occidental de encontrar respuestas alcanzables al problema del mal. El éxito de La cabaña resaltó que a nuestra sociedad no le interesa tanto volverse atea, sino resolver sus inquietudes teológico-filosófico-existenciales. Reconciliar los sufrimientos de esta vida con la idea innata de que Dios existe.

Un tercer punto valioso es su aproximación a la relación íntima que evidencia la trinidad de Young en su obra. La versión de Dios de Young muestra una relación dinámica, viva, entre su trinidad, que hace muy bien en desdibujar la concepción que se tiene de la Divinidad como una entidad aburrida en la que el cielo es un lugar sin diversión y Dios, un ser eterno carente de toda emoción. La trinidad de Young es alegre, en ella cada uno de sus miembros disfruta al máximo su relación con los otros dos. Una trinidad que, en términos de la relación entre sus miembros, con toda seguridad es mucho más cercana a la realidad que la aburrida concepción del platonismo cristiano que heredamos del Medioevo. Encomiable.

El cuarto punto valioso de La cabaña está en enfatizar que Dios está emocionalmente comprometido con mis situaciones. Dios sabe lo que nos duele. Él mismo experimentó todo este dolor. No fue solo Cristo quien sufrió en la crucifixión. La Trinidad experimentó la muerte desde los dos lados. El Hijo muere y el Padre experimenta la pena de la separación y el duelo. No hay emoción, no importa cuán dolorosa sea, que el Dios trino del cristianismo no conozca y por la cual no pueda compadecerse de nosotros. Dios nos entiende y quiere restaurarnos a la comunión con Él. Tal comunión es lo más seguro que podemos tener en este mundo, cuyas alegrías en ausencia del Máximo Bien son a lo sumo pasajeras, cuando no ilusorias.

Antes de pasar a la siguiente sección, es menester hacer una aclaración: al leer las revisiones en inglés de La cabaña, uno de los puntos más criticados fue el aparente universalismo que Young plantea. El universalismo es una creencia que la mayoría de la iglesia cristiana no adhiere, según la cual todos los seres humanos al final van a ser salvos. Es bueno saber, como Young reconoce aquí, que no adhiere al universalismo.

LO MALO

Ante tantas cosas buenas, el lector se preguntará si realmente La cabaña tiene cosas malas. Sí, las tiene. Y deben mencionarse. Hace poco, una persona cercana me cuestionaba por qué criticar La cabaña cuando podría estar acercando a tanta gente a Dios. La respuesta es que nuestra cosmovisión, es decir, nuestra concepción de lo que constituye la realidad, va a afectar directamente nuestra vida. Lo que hoy creemos los cristianos se ha forjado a un precio muy alto a lo largo de la historia. Un precio muy alto hasta para el mismo Dios, y también para los creyentes que a lo largo de la historia han entregado sus vidas para que el cristianismo sea hoy lo que es. Considérese por ejemplo la cantidad de herejías que menciona wikipedia en el cristianismo. La verdad es que en muchas de ellas siempre hubo cristianos dispuestos a ofrecer sus vidas para que usted y yo pudiéramos creer lo que hoy creemos. La sana doctrina merece defenderse.

LA IMPORTANCIA DE LAS COSMOVISIONES

¿Por qué son importantes las cosmovisiones, es decir, aquello que en el fondo de nuestro ser consideramos verdadero? Porque nosotros los humanos, seres inteligentes (aunque lo disimulemos muy bien en ocasiones), construimos el edificio de nuestra vida con base en lo que creemos, lo que aceptamos cierto.

En contravía con la Posmodernidad pero de común acuerdo con la lógica, la verdad es por definición exclusiva. 2 + 2 = 4 y es imposible que 2 + 2 sea 1, 5, 8 o 1534. El hecho de que 2 + 2 sea 4 excluye de inmediato las infinitas posibles soluciones restantes. Y está bien que la verdad sea excluyente. ¿Por qué?

Suponga que yo vendo manzanas y creo que 2 + 2 = 10, entonces cuando venda 2 + 2 manzanas voy a estar esperando la ganancia de 10 y terminaré enojado con la vida y con los clientes, además de frustrado, cuando no reciba sino la ganancia de 4. Por otro lado, si voy a comprar 2 + 2 manzanas de mi proveedor y espero 10, me voy a llevar una sorpresa grande cuando solo reciba las 4 que pedí y un posible gran problema con el proveedor porque va a pensar que soy deshonrado y lo quiero estafar. El ejemplo es trivial, pero ilustra la realidad.

La verdad es una sola (2 + 2 = 4), pero lo que yo considero verdad (2 + 2 = 10) no necesariamente coincide con lo que es verdad. Es ahí donde se presentan los inconvenientes… o se minimizan. Entre más apegada a la realidad esté mi cosmovisión, menos problemas voy a tener. Entre más alejada, más problemática va a ser mi existencia.

En otro ejemplo, suponga que el velocímetro de su carro se daña y apunta 10 millas por debajo de la velocidad real; cuando el policía de tránsito lo detenga y lo multe por exceso de velocidad, no va a poder usted justificarse porque la realidad es que iba por encima del límite, sin importar lo que su velocímetro dijera. Si creo que el cigarrillo no hace daño y fumo todo el tiempo en mi casa, es altamente probable que quienes conviven conmigo y yo terminemos gravemente enfermos de los pulmones. Si en mi cosmovisión bailar está mal y yo bailo, mis propias convicciones terminan haciendo que bailar no sea tan placentero porque mi conciencia me acusa. En el caso opuesto, si mi cosmovisión no enseña que bailar está mal y yo no bailo, me estoy restringiendo innecesariamente de una forma sana de diversión, lo cual puede terminar siendo frustrante para mí.

Si mi cosmovisión enseña a perseguir a muerte a quienes se opongan a ella (como sucede con el islam), entonces me va a parecer que está bien hacerlo. Si mi cosmovisión enseña que está bien ridiculizar y hacerles perder sus trabajos a quienes no piensen como yo (como ocurre con la ideología de género), entonces voy a hacer perder el trabajo a quienes no piensen como yo y los voy a ridiculizar. Si mi cosmovisión enseña que el sumom bonum es la búsqueda del placer por el placer (como en el hedonismo actual), entonces me va a parecer que matar bebés no nacidos es justificable y correcto: el placer de la sexualidad activa y de no frustrar los planes de vida están primero. Si a mi cosmovisión le parece que la felicidad está en la restricción del placer (como en el ascetismo), entonces voy a vivir una vida en la que restrinja los deseos y todo el que me divierta parecerá desviación. Si creo que Dios no existe y al final sí existe, de acuerdo con la apuesta de Pascal, me va a ir muy mal. Si creo que Dios existe, entonces soy responsable ante Él.

Lo que yo crea que constituye la realidad va a tener efectos importantísimos en mi forma de pensar; de actuar; de concebir a los demás, a Dios y la eternidad. Por eso es tan importante que lo que yo crea sea consonante con la realidad.

En particular, la forma en la que concebimos a Dios va a ser importante porque va a afectar nuestra concepción de la realidad, de lo que está bien o mal, y de nosotros mismos. Es a ese hecho y sus implicaciones que a continuación dirijo mi atención en el contexto de La cabaña.

¿Dios mujer?

El primero y más obvio de todos los errores es hacer imagen de Dios Padre y Dios Espíritu Santo. Llamar a Dios Padre y tratarlo en femenino, cosa que ocurre a lo largo de casi todo el libro, es una tergiversación difícil de ignorar. En el menor de los casos genera confusión sobre la identidad misma de Dios. ¿Por qué llamarlo Padre y tratarlo de ella? Dios no es Dios de confusión.

Esta es una de las razones para haber hablado tanto antes sobre qué es una cosmovisión. El judeo-cristianismo enseña que los seres humanos fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. De modo que si el género de Dios no importa, entonces el de los humanos tampoco importa. Aquí veo un problema grave con cercana correspondencia al pensamiento liberal que busca imponer que en términos de género cualquier cosa es válida (LGBTI… ABCDEF…). Pocas cosas mejores se me ocurren para vender la ideología de género dentro del cristianismo que hacer que el Dios a imagen del cual estamos hechos los seres humanos pueda ser de cualquier sexo de manera cambiante, como ocurre en La cabaña.

En los círculos teológicos liberales tiene hoy fuerza un tipo de teología feminista. En la teología feminista uno de los objetivos declarados es respaldar «el uso de nombres de Dios que sean o independientes del género o de género múltiple argumentando que el lenguaje impacta poderosamente lo que creemos sobre el comportamiento y la esencia de Dios» (¡La teología feminista entiende la potencia de una cosmovisión!). Exactamente lo que hace La cabaña.

No obstante, lo que termina convirtiéndose en una curiosidad es que la teología feminista, en el intento de defender el feminismo, termina relativizando el concepto mismo de mujer. Dicho en otras palabras, la ideología de género es completamente contraria a la ideología feminista, como las mismas representantes del feminismo lo han reconocido en variadas ocasiones (por ejemplo aquí). En la ideología feminista el género importa: ser mujer es lo importante. Sin embargo, en la ideología de género, ser mujer (u hombre… o cualquier otra percepción sexual propia) no importa. Mientras que en el feminismo el género es lo más importante, en la ideología de género el género no importa y es maleable a la forma en la que quiera expresar mi sexualidad en el momento presente… que puede ser diferente a la futura y la pasada.

De manera que la aclaración teológica es relevante y tiene profundas implicaciones en términos de cosmovisión. Debe decirse entonces que encarnar al Padre y al Espíritu es un error doctrinal que viola el primer mandamiento. Hay una razón por la cual al Padre no se le suelen hacer imágenes en el judeo-cristianismo: sus atributos sobrepasan por lejos, como está el cielo de la tierra, como está distante la infinitud de la finitud, todo lo que sobre Él podamos expresar. Las imágenes implican necesariamente una reducción que solo menoscaba su santidad: el hecho de que Él esté más allá de toda su creación y todo lo que nos podamos imaginar.

Segundo, es un error teológico difícil de pasar por alto. Tiene más de la ya mencionada teología liberal feminista tan en boga hoy en los círculos académicos, mejor caracterizados por sus ganas de someter el cristianismo a la cultura que por su efectividad en producir salvación y santidad. «Dios [Padre] es espíritu», es cierto. Y el Espíritu Santo… bueno, también es espíritu. De modo que las Personas Primera y Tercera de la Trinidad no son ni hombre ni mujer. No obstante, es claro en toda la Biblia que Dios siempre se identificó en términos masculinos. Los sustantivos Dios, Padre y Espíritu son claramente masculinos, de manera que el cambio parece obedecer más a una malsana asimilación de los dictados posmodernos que a la integridad doctrinal del cristianismo bíblico. Aunque haya partes del texto bíblico donde se utilicen símiles o metáforas de Dios con lo femenino —las hay—, todos los sustantivos (y sustantivo viene de sustancia) con los cuales la Biblia se refiere a Él (¡Él!) son exclusivamente masculinos.

Finalmente, cuando la Segunda Persona de la Trinidad decide encarnarse, lo hace en un hombre. Y Cristo nos dice que conocerlo a Él es conocer al Padre, que quien lo ha visto a Él ha visto al Padre. Cristo —con perdón de la perogrullada— es hombre, masculino; en consonancia con los nombres que le da todo el Antiguo Testamento a Dios.

Es la Encarnación la razón fundamental por la cual no se suelen considerar problemáticas ciertas representaciones de Dios en el arte. Porque son imágenes de Cristo, Por ejemplo, Aslan corresponde a la Segunda Persona de la Trinidad encarnada.

EL PRINCIPIO DE LA SABIDURÍA

—¿Es… es un hombre? —preguntó Lucy.

—¡Aslan un hombre! —exclama el Sr. Castor con seriedad—. ¡Claro que no! Te digo que él es el rey del bosque y el hijo del gran emperador allende los mares. ¿No sabes quién es el rey de las bestias? Aslan es un león… el león, el gran león.

—¡Ahh! —exclamó Susana—, yo creía que era un hombre. ¿Es él… lo suficientemente seguro? Yo me sentiría nerviosa de encontrarme con un león.

—Seguro que te sentirás así, querida mía, sin lugar a dudas —dijo la Sra. Castor—, si existe alguien que pueda aparecerse ante Aslan sin que le tiemblen las piernas, ese alguien es más valiente que la mayoría, o sencillamente un tonto.

—¿Entonces él no es seguro? —dijo Lucy.

—¿Seguro? —repitió el Sr. Castor—. ¿No estás escuchando lo que dice la Sra. Castor? ¿Quién mencionó la palabra seguridad? Por supuesto que no es seguro. Pero él es bueno. Él es el rey, te lo aseguro.

C. S. Lewis. El león, la bruja y el armario.

La cabaña, propio de la cultura pop que representa, menciona al Dios Trino como si fuera uno de nosotros, despojándolo de toda su santidad. Ser santo no significa ser místico o aburrido. Santo  significa separado. Todos los atributos de Dios están marcados por su santidad. La santidad de Dios lo separa en el resto de sus atributos de nosotros. Por ejemplo, su capacidad de amar es ilimitada, mientras que la nuestra no lo es ni con nuestros seres más queridos.

Pero la santidad de Dios tiene otra característica también: Él es grande; yo soy pequeño. Él, como lo reconoció Job, tiene plenitud de poder para crear todo este mundo, sus obras son para nosotros cosas demasiado maravillosas que no alcanzamos a comprender. Su grandeza, magnificencia, poder y la infinitud en sus atributos solo pueden describirse a ojos humanos como encanto aterrador. Él es sublime.

Por eso, cuando el Señor dio a Israel los Diez Mandamientos, el pueblo de Israel prefirió no verlo de frente y optó por dejar a Moisés como intermediario. Por eso el mismo Dios, aunque llama a Moisés su amigo, le dice que no puede verlo de frente y, en un muy ilustrativo antropomorfismo, Moisés solo puede verle la espalda; ¡el mismísimo Moisés! Por eso, cuando Dios llama a Isaías, la reacción del profeta fue decir «¡Ay, de mí, que estoy perdido!». Por eso cuando habla con Daniel, el sabio sintió que las fuerzas lo abandonaban. Por eso cuando apareció a los apóstoles tras la resurrección, ellos quedaron aterrorizados. Por eso cuando el Cristo ascendido se reveló a Pablo, él cayó al piso y quedó ciego solo logrando balbucear «¿Quién eres, Señor?». Por eso cuando Juan, ¡el discípulo amado!, tuvo la visión de los tiempos finales y vio al Hijo del Hombre, cayó como muerto.

El principio de la sabiduría es el temor de Dios. Y no. No es el «temor reverente» que muchos enseñan. Es el asustador reconocimiento de quién es Él y quién soy yo, la infinita diferencia entre su santidad y la mía, su amor y el mío, su pureza y la mía, su justicia y la mía, su poder y el mío… solo por su misericordia —que tampoco se parece en nada a la mía— no hemos sido consumidos. Lo que los personajes bíblicos descritos sintieron no fue el acomodado «temor reverente»; fue pavor de pensar que morirían porque sus ojos habían visto al Rey.

Así las cosas, es inexplicable la trivialización de la Divinidad en el libro porque Mackenzie, el personaje central, habla todo el tiempo con cada miembro de la Trinidad como quien habla con el vecino, «¡’Toes qué, Parcero!… ¿O Parcera?». Como le dijera el Sr. Castor a Sussie: tiene alguien que ser muy valiente o muy tonto para hacerlo… y ser la primera no excluye la segunda. El principio de la sabiduría es el temor de Dios. Luego no hay sabiduría ninguna en afrontar el problema del mal sin temor al Santo, Santo, Santo.

Aslan no es seguro, acercarse a Él requiere temor y reverencia. Pero es bueno.

LA AMBIGÜEDAD

Uno de los mayores problemas con La cabaña es la ambigüedad. Por ejemplo, con respecto al universalismo, recuerdo haber leído primero una cosa que me dio a pensar: Esto no me huele bien. Sin embargo, un poco más adelante recuerdo haber pensando: Ah, no, aquí está diciendo ya lo contrario. Dicha ambigüedad es para mí uno de los peores problemas de La cabaña, patente a lo largo de todo el libro; casi todas sus afirmaciones dan para pensar una cosa y después dice algo que llevaría a pensar otra cosa del todo opuesta.

Creo que casi todas las críticas que eruditos cristianos, celosos de la sana doctrina, han hecho (por ejemplo esta durísima de Albert Molher) se pueden explicar mejor así. Realmente en La cabaña rara vez es clara la posición del autor. En unas partes da a pensar una cosa y en otras, otra. Ante tanta ambigüedad, criticar la pureza doctrinal de La cabaña en gran parte de sus afirmaciones teológicas se vuelve complicado. Pero es indudable que Young parece moverse en arenas movedizas, en el mejor de los casos, o navegar a dos aguas, en el peor. La ambigüedad es peligrosa en cualquier ámbito y la teología no es la excepción.

Otro ejemplo de tal ambigüedad puede verse a continuación. Cuando Dios explica a Mackenzie, el personaje principal del libro, que decir «la verdad» sin amor en el fondo no es verdad, lo hace en los siguientes términos:

Muchas personas inteligentes pueden decir muchas cosas correctas con el cerebro, porque les han dicho cuáles son las respuestas correctas, pero no me conocen en absoluto. Así que, en realidad, ¿cómo pueden ser correctas sus respuestas incluso siendo correctas? No sé si entiendes a lo que me refiero —su juego de palabras le hizo sonreír—. En definitiva, aunque estén en lo cierto, están equivocados.

Aunque lo que quiere decir es correcto, la ambivalencia se presenta dos veces en un solo párrafo: «¿Cómo pueden ser correctas sus respuestas incluso siendo correctas?» y «En definitiva, aunque estén en lo cierto, están equivocados». 

Un último ejemplo, más grave, de tal ambigüedad ocurre cuando Young trata con la encarnación. El autor dice que no fue solo la Segunda Persona de la Trinidad quien se encarnó, sino también el Padre. Por lo tanto, como ella (¡el Padre!) se encarnó con el Hijo, entonces también comparte las cicatrices en sus manos de la cruz de Cristo. No obstante, pocas páginas más adelante, da a entender que aludir a la encarnación del Padre es solo en sentido figurado.

Es muy importante entender que no toda la Trinidad se encarnó y murió por nuestros pecados, sino solo el Hijo. Si toda la Trinidad se hubiera encarnado y hubiera sufrido la muerte, habría existido un momento en el cual no hubo Dios. Uno de los puntos más hermosos de la Trinidad cristiana cuando se compara con otras religiones monoteístas como el judaísmo y el islamismo es que al ser Dios tres Personas diferentes y un solo Dios verdadero, puede darse el lujo de que una de ellas muera físicamente un momento sin que Dios —y todo lo que Él creó— deje de existir. Si Dios fuera una sola persona y hubiera muerto, entonces no habría quién lo resucitara y el mundo que creó habría perecido con Él. No así en la Trinidad; el Padre ni se encarna ni muere en sacrificio por nuestros pecados. Si el Padre hubiera muerto, nadie habría podido resucitar a Cristo. Al contrario, lo que la Biblia enseña es que el Padre quedó satisfecho con el sacrificio del Hijo y por ello lo resucitó. Si el Padre y el Hijo hubieran muerto, Dios habría dejado de ser Dios y su nombre cambiaría de Yo Soy a Yo fui, en cuyo caso no podría salvar a nadie. Recuerde: la cosmovisión importa.

CONCLUSIÓN

En este momento estoy viviendo una de las crisis internas más fuertes de mi vida, tal vez la más fuerte; el resumen de la situación puede estar en que he perdido casi diez kilos de peso. Oro día tras día por un milagro que no ocurre. La mayoría de cosas que creía saber sobre la vida ya no las sé. En el mejor escenario, dudo de ellas; en el peor, las deseché por completo. Como Asaf, el director de alabanza del rey David, oro:

Cuando estoy angustiado, recurro al Señor;

sin cesar elevo mis manos por las noches,

pero me niego a recibir consuelo.

Me acuerdo de Dios, y me lamento;

medito en Él, y desfallezco.

No me dejas conciliar el sueño;

tan turbado estoy que ni hablar puedo.

Me pongo a pensar en los tiempos de antaño;

de los años ya idos me acuerdo.

Mi corazón reflexiona por las noches;

mi espíritu medita e inquiere:

«¿Nos rechazará el Señor par siempre?

¿No volverá a mostrarnos su buena voluntad?

¿Se habrán agotado su gran amor eterno

y sus promesas por todas las generaciones?

¿Se habrá olvidado Dios de sus bondades,

y en su enojo ya no quiere tenernos compasión?».

Y me pongo a pensar: «Esto es lo que me duele:

que haya cambiado la diestra del Altísimo».

No obstante, tener que soportar a los creyentes de vidas perfectas con su palabrería y su superioridad moral lo ha hecho aún más difícil. Siempre tienen algo para decir: «Si hubieras hecho las cosas así, no te doloría», «No entiendo por qué te duele, ¿acaso Cristo no es suficiente?», «Si de verdad cambiaste, espero que hagas esto y aquello» o «Si de verdad estás arrepentido, vivir como yo es lo que deberías hacer». No hay consuelo, solo son sal en la herida. Por ellos, removerían este salmo de Asaf y casi que los otros 149, además de las Lamentaciones de Jeremías. ¿Qué parte de «me niego a recibir consuelo» no entienden? Eso sí, prefieren ver ciego a Bartimeo, y acusarlo de pecado a él y a sus padres que —¡Dios no lo quiera!— permitir su curación en día de reposo. El dolor ajeno les eleva la autoestima de creerse justos en su propia opinión. Cuando Elifaz, Bildad y Zofar, los amigos de Job, le cayeron encima por todo el dolor que estaba sobrellevando, ya aburrido de sus peroratas, el patriarca les respondió:

Muchas veces he oído cosas como estas;

consoladores molestos sois todos vosotros.

¿Tendrán fin las palabras vacías?

¿O qué te anima a responder?

También yo podría hablar como vosotros

si vuestra alma estuviera en lugar de la mía;

yo podría hilvanar contra vosotros palabras,

y sobre vosotros mover mi cabeza.

Pero yo os alentaría con mis palabras,

y la consolación de mis labios apaciguaría vuestro dolor.

Si hablo, mi dolor no cesa;

y si dejo de hablar, no se aparta de mí.

Por eso, aunque la doctrina de La cabaña no sea la más ortodoxa, últimamente ha llegado a entender su amplia aceptación. A partir de mi experiencia, he podido entender por qué ha a aliviado a personas a quienes los cristianos que las rodean han sido a lo más «consoladores molestos». Young está muy lejos de ser el Eliú (aquel joven que le habló a Job con sensatez, a diferencia de sus tres amigos sabios) tras el cual vino la misma voz de Dios, pero ofrece mucho más que Elifaz, Bildad y Zofar.

Si alguien está padeciendo enfermedad y ha ido a todos los médicos tradicionales sin que ninguno haya podido sanarlo, es al menos cuestionable no intentar métodos alternativos. He conocido bautistas y presbiterianos consumados que en el medio de crisis de salud propias o de familiares, una vez agotados los recursos de la medicina tradicional, corren raudos en busca del milagro hacia los pentecostales o los carismáticos. He conocido también ateos que consultan brujas para que les sanen las dolencias de cuerpo y alma. Porque la verdad es que si estamos muy enfermos, vamos a intentar lo que sea con tal de encontrar una solución. Nadie le pide al médico una declaración de fe antes de consultarlo. La mujer con el flujo de sangre que se acerca a tocar el manto de Jesús es un caso puntual (aquí). A pesar de que había gastado todo su dinero en los médicos de la época, siempre me ha llamado la atención que Jesús no le dijo primero: «Señora, antes de sanarla venga y me dice quiénes fueron los doctores que la vieron a ver si no se ha alejado usted de la ortodoxia». No. Jesús no hace eso. Él simplemente la sana de acuerdo a su fe. El Evangelio según San Marcos repite por todas partes que al Señor lo movía la compasión. Eran los legalistas fariseos quienes se indignaban por que Jesús rompía la ley de Moisés curando en día de reposo. ¡Sanas doctrinas de personas enfermas! ¡No les creo!

No obstante, la sana doctrina es importante, repito. Tanto que Pablo en todas sus cartas pasa la mayor parte del tiempo explicando la teología correcta para luego proceder a las implicaciones prácticas en un pedazo corto al final de ellas. Tales porciones finales sobre del diario vivir tienen sentido por el extenso y meticuloso desarrollo que el Espíritu Santo requirió para explicar el porqué de ellas a través del apóstol. Alguien me citará entonces a Pablo cuando les dice a los Filipenses lo siguiente:

Es cierto que algunos predican a Cristo por envidia y rivalidad, pero otros lo hacen con buenas intenciones. Estos últimos lo hacen por  amor, pues saben que he sido puesto para la defensa del evangelio. Aquellos predican a Cristo por ambición personal y no por motivos puros, creyendo que así van a aumentar las angustias que sufro en mi prisión.

¿Qué importa? Al fin y al cabo, y sea como sea, con motivos falsos o con sinceridad, se predica a Cristo.

Y es cierto. Pero ni siquiera Filipenses rompe el molde de la típica carta de Pablo, en la cual los tres primeros capítulos los usa para explicar doctrina y el capítulo final, en en que pasa a explicar las implicaciones prácticas, lo inicia con un diciente «Por lo tanto». Es decir, la aplicación se deriva por completo de la doctrina enseñada en las primeras tres cuartas partes de la epístola. La conclusión de todo esto es que predicar a Cristo de la forma que sea es mejor que no predicarlo, pero predicarlo de acuerdo a la verdad es muchísimo mejor que predicarlo por (o con) razones cuestionables.

Por ello, desde que leí La cabaña, me he preguntado qué le costaba a Young haber sido más ortodoxo en la doctrina… o más claro en los conceptos. Cuando uno lee los agradecimientos al final del libro, el autor menciona su deuda intelectual con muchos de los más grandes nombres del cristianismo presente y pasado, de modo que no puede alegarse que desconozca de qué estaba hablando. La verdad es que ser más claro y más ortodoxo no hubiera cambiado el objetivo del libro, porque el alivio que el libro brinda proviene de la intimidad de las relaciones entre los miembros de la Trinidad y la de su relación con el hombre. Y esto es claro precisamente por el desdén con que Young trata la doctrina a la hora de enfatizar su punto. A él le importa la relación, no la doctrina.

De modo que todos los aspectos tan sumamente rescatables del libro en términos de relación se habrían podido enfatizar sin comprometer la doctrina. Si alguien lee el libro con calma, se dará cuenta de que su énfasis en la relación es tan fuerte que mantener la doctrina pura realmente hubiera elevado el argumento, no menoscabado el objetivo. Mostrar que el dolor y Dios coexisten en este mundo presente y que Él puede sanar nuestras heridas no necesita encarnar al Padre y al Espíritu (por referir solo uno de varios ejemplos de doctrina cuestionable) y menos poner al Padre a expiar nuestros pecados. El cristianismo habla de la presencia real del Dios trino en determinado lugar sin necesidad de encarnar al Padre y al Espíritu, luego nada habría cambiado de fondo si el Padre y el Espíritu se mantienen reales, no encarnados y cálidamente presentes en aquella cabaña, de manera que Mackenzie pudiera hablar con ellos y obtener sanidad.

Cristo no critica a la mujer con el flujo de sangre por haber gastado todo lo que tenía en médicos sin importar lo que creyeran, es cierto; pero al final es Cristo quien la sana, no los médicos. La cabaña habría podido ser mucho más que un éxito de ventas y una pomada para el dolor del alma; La cabaña habría podido brindar real sanidad.