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Smerdiakov y el pecado

En Los hermanos Karamazov, Feodor Dostoievsky narra que un soldado ruso cayó capturado en algún país asiático; allí mediante torturas buscaron hacerle cambiar su fe cristiana y convertirlo al islamismo, pero él no renunció y resistió hasta la muerte. El acontecimiento fue real, pues Dostoievsky comentó la noticia en su diario y de allí la incorporó a la novela. Aparte de la encomiable valentía del soldado, me llama la atención el giro teológico que le da el ruso al asunto.

Smerdiakov es un sirviente de Fiodor Pavlovitch —el inescrupuloso patriarca de la familia Karamazov— y posiblemente un hijo no reconocido suyo. Es en boca de Smerdiakov que Dostoievsky plantea su argumento:

Si caigo en poder de unos hombres que torturan a los cristianos y se me exige que maldiga el nombre de Dios y reniegue de mi bautismo, mi razón me autoriza plenamente a hacerlo, pues no puede haber en ello ningún pecado.

Y más adelante explica su postura:

Cuando contesto a la pregunta de los verdugos diciendo que ya no soy cristiano, yo no miento, pues ya estoy «descristianizado» por el mismo Dios, que me ha excomulgado apenas he pensado decir que no soy cristiano. Por lo tanto, ¿con qué derecho se me pedirán cuentas en el otro mundo como cristiano, por haber abjurado de Cristo, si en el momento de abjurar ya no era cristiano? Si no soy cristiano, no puedo abjurar de Cristo, puesto que ya lo he hecho anteriormente. ¿Quién, incluso desde el cielo, puede reprochar a un pagano no haber nacido cristiano a intentar castigarlo? ¿No dice el proverbio que no se puede desollar dos veces el mismo toro? Si el Todopoderoso pide cuentas a un pagano a su muerte, supongo que, ya que no lo puede absolver del todo, lo castigará ligeramente, pues no sé cómo puede acusarle de ser pagano habiendo nacido de padres paganos. ¿Puede el Señor coger a un pagano y obligarle a ser cristiano aunque no lo sienta? Esto sería contrario a la verdad que el que reina sobre los cielos y la tierra diga la mentira más insignificante [énfasis añadido].

¿Tiene razón Smerdiakov? No lo creo. Uno de los errores más comunes es pensar que las malas acciones son en sí mismas pecados. No es así. Las acciones no son el pecado, sino la consumación del pecado. El apóstol Santiago, hermano de Jesús, lo explica con toda claridad en su carta:

Cada uno es tentado cuando sus propios malos deseos lo arrastran y seducen. Luego, cuando el deseo ha concebido, engendra el pecado; y el pecado, una vez que ha sido consumado, da a luz la muerte (Stg. 1:14-15).

Es decir, el pecado se consuma, se completa, una vez se ejecuta la acción pecaminosa. Pero en realidad, el pecado ya había nacido, y esto antes de ejecutar la acción que lo revela. El deseo nos tienta y el corazón, dejándose llevar por el deseo, toma la decisión de actuar conforme a este. Es ahí cuando nace el pecado, es decir, cuando comienza a existir. El pecado no comienza a existir con la acción, sino con la intención del corazón.

Esto hace entendibles las palabras de Cristo en cuanto a que es posible no haber adulterado físicamente con nadie y haber cometido adulterio toda la vida al codiciar en el corazón a quien no es la esposa. El acto físico no es el pecado en sí mismo, sino la consumación del pecado que ya había comenzado a existir en el corazón. Y, por supuesto, las palabras de Jesús son extensivas a todo pecado, no solo al adulterio.

El estándar del Nuevo Testamento hace explícito lo que en el Antiguo era implícito en medio de tanta ley: antes que en las acciones (posibles de disimular con apariencia de piedad), el pecado está en el corazón que determina el curso de ellas. El mismo Moisés lo entendió así cuando, después de haber dado toda la ley, dijo a los israelitas que se circuncidaran el prepucio pero del corazón  (Dt. 10:16). La circuncisión era la señal del pacto mosaico, y como tal debía apuntar a algo más profundo. La circuncisión simboliza la forma en que debemos llegar a Dios, destapando lo más íntimo de nuestro ser, nuestro corazón. El punto, hecho evidente por Cristo y aún negado hoy por los judíos, es que lo importante es el corazón que determina las acciones y no las solas acciones.

Así las cosas, podemos evaluar las palabras de Smerdiakov a la luz de la real enseñanza cristiana: si él en los zapatos del soldado que murió por su fe hubiera apostatado de la suya, no hubiera quedado exento de pecado porque su acción fuera coherente con la actitud de su corazón, sino condenado porque sus mismos actos revelaban la intención real que había en lo íntimo de su ser. El corazón de Smerdiakov era liviano en su creencia y cobarde. Son estas dos cosas las que subyacen su acción apóstata. Smerdiakov se amaba a sí mismo más que a Dios.

Cuando juzgamos las acciones como buenas o malas, en el fondo queremos decir que la motivación que nos llevó a ejecutarlas era buena o mala, según sea el caso. No es lo mismo dejar caer inocentemente una piedra desde un lugar alto que dejarla caer sobre la cabeza de alguien porque queremos matar a esa persona. La acción puede ser problemática, mas no es el problema fundamental; el problema fundamental es la intención detrás de la acción, la actitud del corazón. Por eso los abogados penalistas hablan de dolo, definido por la RAE como la «voluntad deliberada de cometer un delito a sabiendas de su ilicitud». Y aunque hay diferencias entre la ley civil y la ley moral, el dolo también existe para la ley moral. De hecho, es imposible romper una ley moral en ausencia de dolo. Pecado solo existe cuando hay dolo.

Es por ello que, una vez nos hemos examinado sinceramente a fondo, ninguno de nosotros puede concluir que es bueno o inocente. Conocemos la impureza de nuestro propio corazón. Y Dios, siendo omnisciente, también la conoce. En ausencia de acciones, podemos disimular ante los demás nuestras faltas. No obstante, a Dios no podemos engañarlo, no podemos alegar ante Él inocencia pues, si obramos mal, nuestra propia conciencia nos acusa y Él lo sabe.

Se cuenta que en cierta ocasión el Times de Londres preguntó qué estaba mal con el mundo. G. K. Chesterton, como era usual en él, fue tan breve como certero:

Apreciado señor,

Con respecto a su artículo ¿Qué es lo que está mal en el mundo? Lo que está mal soy yo.

¡El problema soy yo! Es que me miro adentro y no encuentro con qué pararme frente al Dios del cielo. Mis propias obras me condenan porque revelan la suciedad de mi corazón. Lo realmente serio de mis malas acciones es lo que revelan: ¡que el problema soy yo! Lo que está mal soy yo. Lo que hago revela lo que soy, y lo que soy no se diferencia en nada del asqueroso y asustador retrato de Dorian Gray al final de sus días. El profeta Isaías lo dijo de la forma más escueta:

Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana,
sino herida, hinchazón y podrida llaga (Is. 1:6).

Y

Todos somos como gente impura;
todos nuestros actos de justicia
son como trapos de inmundicia.
Todos nos marchitamos como hojas;
nuestras iniquidades nos arrastran como el viento (Is. 64:6).

Y Cristo fue aún más tajante:

Del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, la inmoralidad sexual, los robos, los falsos testimonios y las calumnias. Estas son las cosas que contaminan a la persona (Mt. 15:19-20).

De manera que cuando David Hume escribió en su Tratado sobre la naturaleza humana que éramos esclavos de nuestras pasiones (de las inclinaciones del corazón), contrario a lo que pretendía, no se estaba justificando, sino condenándose con sus propias palabras. No existe la más mínima diferencia entre Smerdiakov y Hume.

Aunque mientras escribo oigo una vocecita interna que me dice: Suaviza eso, que está muy fuerte, honestamente no sé cómo hacerlo. Estoy plenamente convencido de que si alguien no piensa así de sí mismo es porque no se ha examinado con detenimiento o no está siendo sincero.

Aquí radica el fracaso de todas las religiones: como Smerdiakov creen que son las acciones, enajenadas del corazón, las que determinan mi eternidad. La religión, por definición, busca que por medio de mis buenas acciones alcance yo el cielo, llegue a Dios, me salve (las tres expresiones siendo sinónimas). Empero mis propias acciones no me hacen mejor porque el problema no son ellas, sino el corazón con que las ejecuto. Más bien, lejos de justificarme, ellas terminan atestiguando contra mí. Mis mejores actos de justicia son «como trapos de inmundicia». Luego las religiones se quedan cortas porque no hay nada que yo pueda hacer para ganar el cielo.

De este modo, los intentos religiosos por alcanzar a Dios terminan siendo tan solo grotescas manifestaciones de orgullo, pues se necesita mucha arrogancia para creer que uno va a hacer algo que lo ponga a la misma altura de Dios. Todo sistema que busque hacernos salvos por medio de nuestras acciones está condenado al fracaso por reducción al absurdo. No importa si tal sistema es una religión pagana o si, con apariencia de piedad, se disfraza de enseñanza bíblica. No podemos alcanzar el cielo por nuestra propia cuenta.

C. S. Lewis, como es usual, atinó en su diagnóstico de la situación:

Este es el terrible dilema en el que nos hallamos. Si el universo no está gobernado por una bondad absoluta todos nuestros esfuerzos, a la larga, son inútiles. Pero si lo está, entonces nos estamos enemistando todos los días con esa bondad, y no es nada probable que mañana lo hagamos mejor, de modo que, nuevamente, nuestro caso es desesperado.

Anselmo definió a Dios como el ser más grande concebible. Tal definición intuitiva es la forma filosófica en que se expresa el atributo divino más importante: la santidad. Los filósofos lo llaman el ser más grande concebible, los teólogos lo llaman Santo.  Santidad no quiere decir aburrimiento y cara de imbecilidad. Santidad significa literalmente separación, estar más allá de todo. Ser santo es estar separado. Dios por definición es diferente de todo lo que existe, está más allá. Él es Creador, el resto es creación. Él es eterno, el resto es temporal. Él es, todo lo demás llegó a ser. Él es limpio, yo estoy sucio. Él es puro, yo soy impuro. Él es perfecto, yo soy imperfecto.

De modo que alcanzar el cielo, alcanzar a Dios, tiene de coherente lo que la finitud al intentar alcanzar el infinito. Por lo tanto, si yo no me puedo acercar a Él, no queda sino una posibilidad lógica que pueda darme salvación: que Él se acerque a mí. Si Dios mismo no se acerca, no tengo forma de llegar a Él.

Es este el punto que diferencia al cristianismo de las demás religiones y sistemas filosóficos. Y para ser sincero, el mismo punto, aunque muy lógico, es el que lo hace tan difícil de digerir. Porque como se trata de que todo lo hace Él, no nosotros, parece increíble. Nuestra parte consiste en aceptar, recibir el regalo que Él ofrece de estar en relación íntima con Él (esto es la salvación, porque Él es un ser personal, y la cercanía con las personas se mide en nivel de intimidad, no en metros). Pero si de eso tan bueno no dan tanto, entonces no hay nada más en el mapa que dé sentido a la vida y la existencia cae en la angustia que tan bien expresaron pensadores como Sartre o Camus.

Ahora, el hecho de que solo el cristianismo tenga la fuerza existencial para dar sentido a la vida no lo hace necesariamente verdadero, solo deseable. El cristianismo se sostiene o se cae con la resurrección de Cristo, pero eso será material de otro escrito.

La oración mejor respondida

El problema del sufrimiento ha sido considerado uno de los más difíciles de encuadrar con el cristianismo. Si Dios es bueno, ¿por qué existe el sufrimiento? La mayoría cree que hay una contradicción lógica entre las siguientes dos proposiciones:

(1) Dios es bueno y todopoderoso.
(2) Existe el sufrimiento en la creación.

Pero no existe tal contradicción, no hay una reducción al absurdo. No hay una sola razón lógica por la cual de la proposición (1) deba concluirse unívocamente que la proposición (2) no pueda ocurrir. ¡Ni siquiera que sea preferible que (2) no ocurra! Al punto que J. L. Mackie, gran filósofo ateo, reconociera alguna vez lo siguiente: «Podemos conceder, después de todo, que el problema del mal no muestra que las doctrinas del teísmo sean lógicamente inconsistentes entre sí». Otros filósofos han hecho aseveraciones semejantes.

Interesante como es, elaborar con más claridad lógica sobre por qué el sufrimiento no contradice los fundamentos básicos del teísmo será objeto de una futura entrada (mientras tanto, dirijo al lector a la explicación sencilla que da aquí el filósofo William Lane Craig, o al libro de Ravi Zacharias y Vince Vitale ¿Por qué existe el sufrimiento?). En este escrito quiero enfocarme más en el problema existencial, no el intelectual, en el que nos sumerge el sufrimiento.

Porque cuando nos vemos enfrentados al dolor, en lo último que estamos pensando es en el argumento lógico. Una cosa es el C. S. Lewis que en 1940 escribiera El problema del dolor desde una perspectiva filosófica e intelectual; otra bien diferente el C. S. Lewis que veintiún años después —y unos pocos antes de su muerte— escribiera Una pena en observación a partir de su agonía existencial, tras la muerte de su esposa por un cáncer largo y complicado.

Es fundamental entender que cuando estamos en medio del sufrimiento profundo y nos preguntamos ¿Por qué a mí, Dios mío?, lo que menos necesitamos es la respuesta lógica. Unos cuantos ejemplos ilustrarán la situación:

  • Una adolescente resulta embarazada después de tener relaciones con su novio. En medio de su angustia clama a Dios cuestionando ¡Por qué a mí, Dios! Y Dios le responde: «Sí, mira, nena, lo que pasa es que cuando un hombre y una mujer tienen una relación sexual, el hombre deposita espermatozoides en el cuerpo de la mujer; si uno de estos espermatozoides fertiliza el óvulo de la mujer, comienza una etapa que llamamos embarazo. Eso fue lo que te pasó».
  • La amada de cierto hombre muere tras muchos años luchando contra la leucemia y el viudo reclama al Cielo diciendo ¡Por qué te la llevaste, Dios mío! Y Dios le responde: «Mira, viejo, el cáncer surge cuando en la médula ósea comienza a producirse una cantidad irregular de glóbulos blancos; estos glóbulos blancos anormales presentan dos problemas: primero, no son capaces de enfrentar las infecciones como los glóbulos blancos normales; y segundo, destruyen la capacidad de la médula ósea para producir glóbulos rojos y plaquetas. Así fue que ocurrió… Ah, pero si esta respuesta no te satisface, te lo puedo detallar a nivel bioquímico».
  • David, ungido rey pero perseguido por el rey regente, preguntaba: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». Si alguien le hubiera respondido: «David, tu teología está errada, no estás solo porque Dios es omnipresente y está contigo». ¿Satisfaría la respuesta exclusivamente racional la angustia de su alma?

La respuesta racional existe pero, contrario a lo que creemos, ¡no son respuestas racionales lo que necesitamos en nuestros momentos de angustia y dolor! Una respuesta que excluya todo lo demás a expensas de la razón nos heriría más, nos ofendería más o las dos al tiempo. Lo que anhelamos son respuestas existenciales, algo que calme nuestro dolor, algo que se lleve nuestro dolor.

Job, el libro más antiguo de la Biblia, trata precisamente sobre el problema del sufrimiento en menudo detalle. Los amigos del patriarca le dieron respuestas racionales a la profunda crisis existencial que siguió a su desgracia, respuestas que en efecto podrían decirse correctas, pero que nada pudieron hacer para alivianar su pena. En cambio, cuando Dios mismo habló al final con Job, no intentó responder ninguna de sus inquietudes. Dios incluso cuestionó el interés de Job en creer que lo que necesitaba era una respuesta intelectual. Dios hubiera podido darle la respuesta racional a sus preguntas pero dos cosas habrían pasado:

Primero, Job no iba a entender la mente de Dios, y quienes en la posteridad leyéramos su historia tampoco íbamos a hacerlo. A todos los seres humanos la más fina explicación científica divina nos hubiera dejado perdidísimos. Este punto es claro por las preguntas retóricas que Dios le hace al patriarca durante cuatro capítulos del libro (Job 38—41); preguntas sobre realidades cotidianas del mundo creado; preguntas, sin embargo, cuya única respuesta honesta humana sería: «No sé, Dios, no tengo ni la más remota idea».

Segundo, la respuesta racional habría oscurecido el punto más importante. ¿Cómo es que Dios regaña a Job cuando le habla y el patriarca queda restaurado? A nadie se le habría ocurrido que Job necesitara una reprensión. ¡Máxime cuando sus amigos lo habían amonestado todo el tiempo y su angustia no mermaba! Ciertamente un punto puede hacerse en cuanto a que no somos nadie para cuestionar a Dios y sus motivos. Pero, me parece, hay una realidad más profunda: no era tanto el contenido de las palabras, porque Dios hubiera podido cantar Los pollitos dicen y, estoy convencido, Job habría quedado sano. Tampoco era el cambio de las circunstancias —pasar de la desgracia a la bendición— lo que calmaría las tribulaciones de su alma. A un corazón dolido el cambio de circunstancias no lo sana; a lo sumo disfraza, oculta, la necesidad que en el fondo tenemos. Porque el sufrimiento no genera el vacío, tan solo lo revela (es posible sufrir y tener paz en medio del sufrimiento).

Si no son las palabras ni las circunstancias, ¿qué es? Es su presencia lo que restaura; y su voz, que nos hace manifiesta su presencia. «Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti», dijo Agustín de Hipona en profundísima declaración cuando abría sus Confesiones. Porque, de nuevo, la verdad no es un concepto, sino una Persona —Cristo—, y si nosotros estamos hechos a su imagen y semejanza, la respuesta meramente conceptual no tiene cómo saciar nuestras más grandes añoranzas, menos aún sosegarnos en nuestros dolores. Nuestro ser requiere una respuesta a la persona íntegra, no solamente al intelecto, pues el intelecto no es la totalidad de nuestro ser, sino tan solo una parte.

Así, en cuanto personas, somos seres relacionales: fuimos creados para estar en relación, y en relación con Dios, sobre todas las cosas. La gran tragedia de la caída no es el sufrimiento, sino la pérdida de la relación con Dios que completa el ser; el sufrimiento es consecuencia de haber perdido la intimidad con Dios. Por ello la restauración de Job se dio cuando oyó la voz del Dios infinito aproximándose a su finitud. La infinitesimalidad en la que sume la inmanencia del dolor humano es entonces absorta en la eternidad de la trascendencia divina.

En tal inmanencia de dolor estaba inmerso el rey David cuando suplicó a Dios con estas palabras:

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de las palabras de mi clamor?
Dios mío, clamo de día, y no respondes;
y de noche, y no hay para mí reposo.

Una vez más lo vemos aquí: el profundo dolor del hombre azuza una sensación de inmanencia que pareciera contradecir la eternidad que lleva en el corazón; se siente finito, vulnerable. Pero la contradicción es solo aparente, porque el clamor mismo traiciona la ilusión de total inmanencia humana. El clamor tiene sentido porque no somos meramente inmanentes. Si estuviéramos hechos solo de materia, como afirma el ateo, el clamor de David —y de toda persona en medio de su dolor— y el cuestionamiento mismo sobre el problema del mal no tendrían sustento. El clamor en sí mismo supone propósito, trascendencia y sentido de la existencia; sentido no del todo comprendido, pero sentido.

David hace una oración creyendo que Dios lo había abandonado, que no respondería sus oraciones. La realidad no podría haber sido más opuesta. Pocos pasajes del Antiguo Testamento describen el sufrimiento de Cristo con tanta claridad como este salmo de David. Cuando Cristo estaba en la cruz, citó estas mismas palabras, diciéndole con ello a su ancestro: «Estoy respondiendo de una vez por todas tu clamor, David. Aquí estoy cargando tu dolor contigo. Tu angustia es mi angustia, tu dolor es mi dolor, tu sufrimiento es mi sufrimiento. Toda tu agonía tiene sentido hoy, en el punto que divide en dos la historia de la humanidad; aquí, en el Gólgota».

Así, Dios no solo oyó la oración de David, sino que se apropió de ella en el momento cumbre de la historia. En aquel instante Dios tomó la agonía de David y, lleno de compasión, decidió llevar la carga por él. Jesús tomó el lenguaje figurado que usó David para ilustrar su dolor y lo hizo literal en Él. Lo que en el poema de David era hipérbole en Cristo se volvió realidad.

La gente se burla de mí,
el pueblo me desprecia.
Cuantos me ven, se ríen de mí;
lanzan insultos, meneando la cabeza:
«Este confía en el Señor,
¡pues que el Señor lo ponga a salvo!
Ya que en él se deleita,
¡que sea él quien lo libre!»…
Como agua he sido derramado;
dislocados están todos mis huesos.
Mi corazón se ha vuelto como cera,
y se derrite en mis entrañas.
Se ha secado mi vigor como una teja;
la lengua se me pega al paladar.
¡Me has hundido en el polvo de la muerte!
Como perros de presa, me han rodeado;
me ha cercado una banda de malvados;
me han traspasado las manos y los pies.
Puedo contar todos mis huesos;
con satisfacción perversa
la gente se detiene a mirarme.

¡Fue Cristo el rechazado! ¡Fue Cristo el burlado! Más aún, ¡fue Cristo el crucificado! ¡Fueron sus huesos los dislocados, los que podían contarse! ¡Fueron sus manos y sus pies los traspasados! ¡Fue Él quien tuvo la lengua pegada al paladar implorando que le dieran agua!

No quiero resaltar tanto la profecía cumplida —en sí misma muy impresionante—, sino la poesía convertida en realidad. Lo que para David fue una hipérbole para Cristo fue literalidad. Cristo cargó con el dolor del alma de David. Cristo llevó en la cruz del Calvario el peso literal del sufrimiento que David solo pudo expresar en sentido figurado. Si el salmo de David es poesía —que lo es— y la poesía sirve para ilustrar lo que la literalidad no permite, la cruz es poesía hecha realidad. La cruz es el poema más hermoso, como dijera Juan Luis Guerra:

Toda la poesía
la encuentro sobre un madero
y mi verso
en tus rodillas que riman.

De este modo, la oración de David implorando misericordia en medio de su sufrimiento se convirtió en la oración mejor respondida de la historia. Mas no fue solo la oración de David que Dios respondió. Cristo, al haberse apropiado de las palabras de David, estaba hablándole a la humanidad entera. En la cruz Cristo se compadecía de toda la humanidad. Todas nuestras oraciones en medio del sufrimiento, sinceras como son, fueron respondidas con Cristo en la cruz. Por eso dice el profeta Isaías:

Ciertamente llevó él nuestras enfermedades,
y sufrió nuestros dolores;
y nosotros le tuvimos por azotado,
por herido de Dios y abatido.
Mas él herido fue por nuestras rebeliones,
molido por nuestros pecados;
el castigo de nuestra paz fue sobre él,
y por su llaga fuimos nosotros curados.

La cruz es la reconciliación del hombre con Dios, la cruz devuelve al hombre el sentido para el cual fue creado. Logos, la palabra griega que Juan usó para denominar a la Segunda Persona de la Trinidad, es sentido, razón de ser. Cristo —mi gran Logos—, es el sentido de nuestra existencia porque su obra redentora en la cruz reconcilia al hombre con Dios, restituyéndole así el propósito de su existencia: estar en relación íntima y directa con Dios. Por cuanto somos seres personales y hay eternidad en nuestro corazón, nuestro corazón está inquieto hasta que, por el poder de la cruz, descansa en Él, está en relación con Él, está en intimidad con Él.

No conozco un solo pensador cristiano que afirme que esto responde todas nuestras inquietudes sobre el sufrimiento aquí en la Tierra. Pero la explicación es, por muy lejos, más satisfactoria que la que pudiera brindar cualquier otro sistema filosófico o de creencias. Desde el ateísmo la pregunta del dolor no tiene ningún sentido. Desde el judaísmo la pregunta de David queda formulada y sin respuesta (finalmente David escribe desde el Antiguo Testamento, la Biblia judía, pero los judíos no reconocen a Cristo). Desde el islamismo incluso la salvación eterna depende del capricho de Alá, haciendo el sufrimiento aún más patético. Desde el budismo el objetivo es volvernos nada, alcanzar la nada, como si negando la realidad fuera ella a desaparecer.

No obstante, argumenta Alvin Plantinga, dado que el cristianismo sea verdad —y la evidencia histórica de la resurrección de Cristo apunta muy sólidamente en esta dirección—, el mejor mundo posible es aquel en el cual hay encarnación divina con su correspondiente expiación por nuestros pecados. Porque la encarnación y la expiación, expresadas en la cruz, muestran como ninguna otra cosa el increíble alcance del amor de Dios por la humanidad. Y un mundo en el que tal demostración de amor se hace evidente es superior a todos los demás mundos en los que este amor no es palpable. Pero tal despliegue de amor requería la existencia del sufrimiento. Si no, no habría encarnación ni nada por expiar.

Es que el amor se revela mejor siempre en medio del sufrimiento. Amar sin estar dispuesto a sufrir por el objeto de nuestro amor no es amor. El amor es negarnos a nosotros mismos para dar a los demás lo que tenemos y valoramos, no de lo que nos sobra y no nos importa. El sufrimiento es la medida del amor. Por eso lo que más amamos es aquello a lo cual entregamos lo que más valoramos. Y entre más valía damos a aquello a lo cual renunciamos, más mostramos el tamaño de nuestro amor en la renuncia. No hay amor sin renuncia, no hay amor sin sufrimiento. Parafraseando a C. S. Lewis, si no estamos dando hasta que nos duela, es porque estamos amando poquito.

Sin el mal no habría nada por expiar, y sin el sufrimiento que produce el mal no entenderíamos la expiación. Y sin nada por expiar no habríamos experimentado el extravagante amor sin coto de Dios, en el cual la relación perfecta y eterna de amor de la Trinidad se vio interrumpida para poder reconciliar al ser humano con Dios. Él no tenía que sufrir. La única razón por la cual lo hizo fue por amor a nosotros. El Padre sufrió entregando a su Hijo, el Hijo sufrió cargando Él mismo el peso de nuestros pecados.

[Cristo Jesús], siendo por naturaleza Dios,
no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse.
Por el contrario, se rebajó voluntariamente,
tomando la naturaleza de siervo
y haciéndose semejante a los seres humanos.
Y, al manifestarse como hombre,
se humilló a sí mismo
y se hizo obediente hasta la muerte,
¡y muerte de cruz!

Un mundo sin sufrimiento es un mundo sin demostraciones significativas del amor. Un mundo sin sufrimiento es un mundo sin encarnación y expiación. Un mundo sin encarnación y expiación habría sido un mundo en el que no hubiéramos experimentado el derroche extravagante del amor de Dios por nosotros.