Cristo es la completez de la ciencia

En una de mis entradas anteriores me referí a la importancia del protestantismo como provocador de la ciencia. Quiero entonces en esta columna completar ciertas ideas que, a mi juicio, le dan soporte a la anterior, y extender un poco más los conceptos e implicaciones.

Múltiples historiadores de la ciencia, creyentes y no creyentes, coinciden en que el desarrollo de la ciencia habría sido imposible sin la cosmovisión cristiana y, en particular, el impulso del protestantismo. Aunque los argumentos son extensos, aquí hago un esbozo de ellos para aclarar la idea, época por época. La razón principal para ello es que, aun cuando en la Edad Antigua hubo algunos brotes de pensamiento científico (sobresale sobre todas las demás figuras la de Arquímedes, una mente solo comparable con Newton y Einstein), la cosmovisión politeísta impedía el surgimiento de la ciencia: para los antiguos el mundo estaba sometido al parecer de divinidades cuyas pasiones y emociones eran idénticas a las humanas, pero con más poder. En consecuencia, el mundo, sujeto a los caprichos de los dioses, no era un lugar muy apto para el descubrimiento científico (algo muy notorio en la astrología desde sus inicios, más preocupada por las variaciones que por las regularidades). No es del todo este el caso con las matemáticas que al fin y al cabo, por su abstracción, se acercaban bastante al platonismo, cosa que en gran parte permitió su desarrollo.

Por supuesto, Occidente es cristiano desde el inicio de la Edad Media, aproximadamente a partir del año 400 d.C., cuando cae Roma y el catolicismo termina heredando y convirtiéndose en el gran poder. Sin embargo, como argumenté en aquella oportunidad, el conocimiento (que siempre ha sido poder) estaba concentrado en unos pocos, generalmente nobles o sacerdotes… y no es que le interesara de a mucho a la iglesia católica que dicha situación cambiara. A inicios de la Edad Moderna, la Reforma tiene el efecto de introducir el conocimiento en la sociedad en general, no solo en unas pocas élites, de modo que el saber se esparce y su crecimiento rápido se vuelve un corolario algo obvio: son muchas cabezas pensando en los problemas que antes solo atañían a unos cuantos.

El cristianismo siempre ha aceptado que existen tres formas de revelación: la palabra creada (la naturaleza, el mundo; Ro. 1:19-20, Sal. 19:1-6), la Palabra escrita (la Biblia; Jn. 5:39) y la Palabra humanada (Cristo; Jn. 1:1, 14). Pero, como ya se dijo, durante la Edad Media poco importó la alfabetización, de modo que estas tres palabras eran, en mayor o menor grado, ininteligibles. Lutero corrige la situación y así la comprensión de la revelación natural, en particular, se vuelve importante. El Dios judeo-cristiano, inmutable y confiable, quien por definición es (YHWH), da sentido al estudio de una creación dotada de estabilidad, de regularidades… de leyes naturales. Más aun, ese mismo Dios es omnisciente e infinitamente inteligente. De modo que la teología natural, el estudio de la palabra creada, sirve como soporte y fundamento a la ciencia: podemos estudiar el mundo porque una inteligencia (afirmamos los monoteístas que Dios) le dio sentido. La ciencia no tiene sentido si no se supone la inteligibilidad del mundo, si no se supone que la naturaleza es comprensible. Esto era absolutamente claro para los científicos protestantes y cristianos en general desde comienzos de la Edad Moderna. En este contexto Newton entendía sus estudios y los avanzaba, a tan exagerado punto que aun sus errores de cálculo los solucionaba metiendo a la fuerza la mano divina.

Estas raíces de la ciencia se perdieron en algún momento de la Edad Moderna. Occidente comenzó a perseguir el conocimiento por el conocimiento (con el positivismo de Comte) queriendo volver dioses a los hombres («Dios ha muerto, viva el superhombre»; si la historia le suena conocida es porque es idéntica a la narración mosaica de la Caída de Gn. 3). Tanto se refundieron estas raíces que a Einstein —científico de la ya entrada Posmodernidad— le parecía eternamente incomprensible que el universo fuera comprensible (¡!). Una incomprensión obvia si no hay Dios.

Nada de esto quiere decir que no se pueda hacer ciencia sin ser cristiano y menos aun que no se pueda sin ser protestante. No. Pero a la larga sí tiene que ver con que ninguna otra cosmovisión da tanto sentido a la ciencia como el cristianismo: La información en el universo (y en la vida como la conocemos, en particular), vista desde su irreductibilidad al mundo material, hace que poco o ningún sentido tengan cosmovisiones donde la naturaleza es el principio de todas las cosas (ateísmo materialista, panteísmo, politeísmo, etc.), de modo que solo las cosmovisiones teístas, en las que Dios suele estar más allá del mundo natural (cristianismo, judaísmo e islamismo, principalmente; aunque es posible el teísmo sin referencia a ninguna de estas tres), sobrevivirían a este escrutinio.  Y entre estas, el cristianismo, por la segunda persona de la Trinidad, la Palabra humanada, el Verbo, el Logos (un concepto de la teología juanina, luego exclusivamente cristiano, no judío ni musulmán), no solamente hace comprensible la naturaleza sino que da sentido al concepto mismo de la información, por definición. Es decir, cuando observamos la naturaleza, ninguna otra cosmovisión pareciera tener más fuerza epistemológica, ninguna otra cosmovisión pareciera ser más consonante con lo observado, que el cristianismo.

Por otro lado, como escribiera también en una entrada reciente, la información específica proporciona uno de los mayores respaldos a la idea de este Logos. Esto es, si partimos de la concepción cristiana de los orígenes, esperamos encontrarnos un universo entendible y plagado de información como el nuestro. Estas dos cosas quieren decir que al observar el mundo esperaríamos encontrarnos detrás suyo a una divinidad como el Logos, y que al partir de un concepto cristiano de los orígenes también esperaríamos encontrarnos una naturaleza entendible —más aun, con lenguaje estructurado, como en el caso de la información biológica— precisamente por causa del Logos.

Tendríamos entonces que la información sí es coherente con el Logos cristiano. Cristo es la completez de la ciencia, tal como los números reales completan los números racionales; así lo afirma William Dembski en su libro Diseño inteligente (Vida, 2005). Sin Él es posible hacer ciencia, sí; al igual que el matemático aplicado puede trabajar solo con los números racionales (los números cuya expansión decimal es finita o se repite indefinidamente), el científico puede trabajar sin referencia directa a Cristo y obtener resultados buenos e importantes. Pero los números racionales son insuficientes en lo conceptual; por ejemplo, un cubo de lado racional siempre tendrá una diagonal que no es racional; no importa cuánto lo aproxime el matemático aplicado, el resultado siempre escapará a su mejor aproximación (por este motivo los pitagóricos arrojaron al mar en su tiempo a quien les mostró que un cuadrado de lado 1 tiene diagonal que mide √2, un irracional). De ahí la necesidad de los números reales. Bajo esta analogía, el científico puede seguir trabajando como venía y nada cambia en su labor, como el matemático aplicado siempre trabajará con los racionales y no con todos los reales. Pero la ciencia solamente tendrá sentido, solo será completa, a la luz del Logos. Él, el Verbo, la Palabra, es quien hace comprensible el universo desde su creación. Cristo es la completez de la ciencia.

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