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Cosas demasiado maravillosas

Dice Job después de que Dios lo interpela (Job 42:3):

«¿Quién es este —has preguntado— que sin conocimiento oscurece mi consejo?» Reconozco que he hablado sobre cosas que no alcanzo a comprender, de cosas demasiado maravillosas que me son desconocidas.

Si demasiado encierra una connotación negativa, ¿a qué se refiere Job cuando habla de cosas «demasiado maravillosas»? Puesto de otra forma, si maravillosas es una palabra que encierra un consideración positiva, ¿cómo es que Job contrapone un adverbio negativo a un adjetivo positivo?

El adverbio demasiado aparece en casi todas las traducciones en español de esta cita. Igualmente, en la mayoría de versiones inglesas la traducción es «too wonderful», con la usual connotación negativa que suele tener la palabra too en el inglés, y la positiva de la palabra wonderful.

Para entender la cita en cuestión es necesario revisar el contexto: Job está respondiendo a la pregunta con la cual Dios comienza cuestionándolo (Job 38:2-3):

«¿Quién es este que oscurece mi consejo con palabras carentes de sentido? Prepárate a hacerme frente; yo voy a interrogarte, y tú me responderás».

Tras esta introducción, Dios pasa los siguientes dos capítulos dando una lección al patriarca sobre algunos ejemplos de su creación. Job termina tan confundido que solo puede repetir las palabras de la pregunta original de Dios; se siente totalmente abrumado por el conocimiento de quién es Dios contra quién es él.

Pienso aquí en el famoso ensayo de Kant sobre lo bello y lo sublime, que encierra para mí la interpretación correcta del pasaje. Aquí la palabra demasiado exalta lo sublime, y maravillosas, lo bello. En Dios las dos cosas al tiempo se satisfacen. Job está obnubilado. La creación es bellísima, pero el poder necesario para llevarla a cabo es sublime, aterrador.

Por supuesto que nada de esto ha cambiado con nuestro actual desarrollo científico. Seguimos sin poder responder a las preguntas del Creador a Job. Primero que todo, explicar las cosas en términos de leyes naturales es a lo sumo una explicación segunda porque ahora tenemos que explicar cómo es que las leyes aparecen en primer lugar. Segundo, suponiendo que conociéramos las leyes naturales que sirven para explicar el funcionamiento mecánico de toda la naturaleza (and what a big if diría el mismísimo Darwin), tal razonamiento no excluye a Dios, pues como constantemente lo repite el matemático John Lennox, apelar a la ley de la combustión interna del funcionamiento de un motor no hace menos necesaria la explicación de Henry Ford para el mismo motor. Finalmente, leyes como la gravedad o la combustión interna explican el funcionamiento del fenómeno natural de interés, no su aparición por primera vez en la existencia.

Hoy conocemos mucho más de lo que Job conocía. Hoy sabemos que la impresionante complejidad de la creación es mucho mayor que la imaginada por los antiguos, razón por la cual el sentimiento de obnubilación del patriarca no solo no debería desaparecer en nosotros, sino que debería incrementarse. Entender la elegancia y precisión al detalle del diseño natural como hoy lo hacemos no ha hecho la creación más sencilla. Más bien, nos ha abierto los ojos a la increíble complejidad especificada presente en ella. A tal grado que cuando se examina de cerca es difícil no caer postrado de rodillas diciendo como Pablo: «¡Oh, profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!».

Hoy más que nunca sabemos que estamos hablando de cosas demasiado maravillosas que no alcanzamos a comprender. La sublimidad de la belleza en la creación es abrumadora.

Pensar en Dios y su poder suele tener este efecto en el creyente, mezcla de dos cosas: una belleza que atrae como hoyo negro en el centro de una galaxia y una sublimidad que repele hasta sentir terror. Cuando el periodista Lee Strobel entrevistó a Stephen Meyer, filósofo de la ciencia de Cambridge, el segundo culminó su explicación de por qué la ciencia no niega a Dios con la siguiente declaración con la cual termino yo también (traducción mía):

Contemplo las estrellas en el cielo nocturno o reflexiono sobre la estructura y las propiedades de transmisión de información en la molécula de ADN, y son para mí ocasiones de adorar al Creador que las hizo. Pienso en la sonrisa pícara en los labios de Dios a medida que en los últimos años ha salido a la luz toda clase de evidencias sobre la confiabilidad de la Biblia y su creación del universo. Creo que Él ha revelado estas cosas en su providencia y se deleita cuando descubrimos sus huellas en el vasto universo, en las reliquias polvorientas de la paleontología y en la complejidad de la célula.

De modo que, para mí, explorar la evidencia científica e histórica de Dios no es solo un ejercicio cognitivo, sino un acto de adoración. Es una forma de dar al Creador el crédito, la honra y la gloria debidas…

Observar la evidencia —tanto en la naturaleza como en las Escrituras— me recuerda vez tras vez quién es Él. Y también me recuerda quién soy yo: alguien en constante necesidad de Él.

Sensatez y sentimientos

Los discursos en contravía del hombre moderno no dejan de llamar la atención. Por un lado, de la revolución copernicana termina extrapolándose el llamado Principio de mediocridad, según el cual no somos importantes pues habitamos un planeta promedio de una estrella promedio en una galaxia promedio de la que ni siquiera conocemos con exactitud su ubicación. Tal es el discurso de Carl Sagan en su libro Un punto azul pálido. Y tal es el discurso de Richard Dawkins cuando afirma que «el universo que observamos tiene exactamente las características que esperaríamos si no hay de base diseño, propósito, bien o mal, sino indiferencia despiadada y ciega».

Dicha perspectiva de la realidad no puede ser definitiva pues en tal caso tendríamos que callar ante los horrores del Holocausto nazi o la Gulag soviética. El principio de mediocridad lleva a una perspectiva falsa del hombre, produciendo un vacío que explica bien el surgimiento de pensadores como Sartre y Camus. El existencialismo ateo no es más que una búsqueda desesperanzada en medio de la pérdida total de significado. Al perseguir la ciencia por la ciencia y la razón por la razón, el hombre moderno terminó perdiendo todo su valor por culpa del mismo conocimiento que había prometido emanciparlo, liberarlo de todas sus cadenas, convirtiéndolo en su esclavo. La contradicción del existencialista ateo es que se anhela trascendente pero no sabe cómo liberarse del peso de sus (malas) conclusiones racionales que lo minimizan a materia y nada más. Si partimos de que la Revolución francesa ejemplifica como pocas cosas los valores de razón, libertad e igualdad del hombre moderno (pobremente, dada la despiadada carnicería que en realidad fue), no deja de ser una paradoja reveladora que fueran dos franceses los que hablaran de cuán atados al sinsentido terminaron por la razón.

Por otro lado, uno de los peores defectos que nos dejó la Modernidad fue hacer creer al hombre que era el centro de la existencia. El hombre no puede ser la medida de todas las cosas porque las medidas han de ser objetivas, y el hombre, sujeto por definición, no puede serlo. Incluso nuestras pretendidas versiones idealizadas de nosotros mismos nos desdibujan; el súper hombre es en realidad una alienación del hombre porque nos plantea convertirnos en algo que no somos. El hombre, a despecho de Nietzsche y gusto de Perogrullo, es hombre, no súper hombre. En el intento de emancipar al ser humano de todos sus yugos, el hombre termina volviéndose esclavo de sí mismo. El ser humano fue creado para servir, no para señorear, de manera que aun cuando busque liberarse de cuanto yugo tenga impuesto, su propia naturaleza lo impulsa a servir y, habiéndose liberado de todo lo demás, termina siendo esclavo de sí mismo; un platonismo aterrador.

No es de extrañar que tanto ideal de emancipación haya tenido su sima en Hume, quien dijera en su Tratado sobre la naturaleza humana que «la razón es, y solamente debe ser, esclava de las pasiones, y nunca puede pretender bajo ninguna circunstancia otra cosa que servirles y obedecerles». De manera semejante, Hobbes afirmó en su Leviatán que «los pensamientos son a los deseos lo que los exploradores y espías a las tierras ignotas, que van de un lado a otro hasta encontrar el camino hacia las cosas deseadas».

Tampoco extraña entonces que nos hayamos vuelto un mundo en el que la sensualidad impera. «Ver para creer», el supuesto fundamento sobre el cual se edifica el positivismo científico, del cual, bajo el mismo argumento anterior, Hume es también predecesor, es una afirmación en la que los sentidos (la visión, ver) determinan lo que va a considerarse realidad. Es innegable que ante una epistemología tan pobre, tan escasa, nuestra propia concepción de la realidad metafísica termina distorsionada y el hombre pasa entonces a considerarse a sí mismo y a los demás tan solo como aglutinaciones de materia en un lugar perdido del universo sujeto a lo que sus genes, pequeñas entidades de la química orgánica, determinen para él. Por supuesto, un análisis cercano de la ciencia mostrará que tal aproximación es completamente mentirosa: los paradigmas, que son la esencia misma de la ciencia, como bien lo explicara Thomas Kuhn en su Estructura de las revoluciones científicas, son indemostrables y son lo que realmente importa; lo que sigue es mera «ciencia normal» que se edifica bajo el fundamento incuestionable e indemostrable del paradigma.

Las matemáticas sobre las cuales ha de basarse toda ciencia que se precie de serlo tratan de abstracciones que no podemos observar, tocar, palpar, oír o saborear. Lo abstracto por definición no tiene efectos causales en la realidad física. La mecánica de Newton se fundamenta al menos en dos principios indemostrables: (1) que existe una ley de la gravedad que determina la forma en que interactúa la materia, superior por ende a la naturaleza misma, cuya única pista de existencia viene dada por la ecuación matemática que la representa y que asumimos cierta porque sus efectos son los descritos; y (2) la ley de la inercia: que los cuerpos en reposo permanecen en reposo y los cuerpos en movimiento permanecen en movimiento sin desacelerar… contra toda intuición termodinámica.

Lo que es realmente curioso, por decir lo menos, es que el mismo principio que predomina en la ciencia predomina también en nuestras relaciones con los demás. En un grotesco efecto dominó, lo sensorial, lo sensual, terminó modificando la definición del amor verdadero y llevándola de regreso a la concepción pagana grecorromana en la que el amor está determinado por los sentidos. A despecho de los romanticones, terminaron siendo lo que el friísimo Hume hizo de ellos.

La reducción a lo sensorial terminó entonces haciendo la ciencia de hoy inservible y las relaciones de hoy superfluas. Para ponerlo en términos de Julio Cortázar, famas y cronopios, seres científicos y seres emocionales respectivamente, tan diferentes en apariencia, son en el fondo la misma cosa: seres incompletos determinados por lo sensual. A cuál de los dos ofenderá más la similitud con el otro es difícil de determinar.

DEL ARTE, LA CIENCIA Y EL COMPROMISO CON LA EXCELENCIA

Es la superficial cultura pop (que tiene de arte lo mismo que la biología de ciencia) la que enseña «escucha a tu corazón» y «hagamos lo que diga el corazón». Si el verdadero arte se originara en el sentimiento, los sentidos, lo sensual, entonces la Novena Sinfonía de Beethoven, que se volvió sordo mucho antes de componerla, no habría podido estar nunca entre las grandes de la historia.

El pastor Darío Silva-Silva suele repetir la frase «Es un pensar que es un sentir que es un decir que es un hacer» para ilustrar cómo han de tomarse las decisiones sabias. Silva-Silva parece estar parafraseando a Octavio Paz en su poema Decir, hacer:

Oír

los pensamientos,

ver

lo que decimos

tocar

el cuerpo

de la idea.

Lo que se oye [sentir] es lo que antes se piensa; y luego se ve [sentir] lo que se dice tocar el cuerpo de la idea [hacer lo que se pensó]. El poeta reconoce aquí que la correcta expresión de su arte necesita pasar primero por el tamiz de su pensamiento. Por eso García Márquez, el segundo escritor más importante de la lengua española, después del inalcanzable Cervantes, dijo lo siguiente:

En mi caso el ser escritor es un mérito descomunal porque soy muy bruto para escribir. He tenido que someterme a una disciplina atroz para terminar media página en ocho horas de trabajo. Peleo a trompadas con cada palabra, y casi siempre es ella la que sale ganando.

Nadie hubiera leído a ‘Gabo’ sin que él se hubiera sentado horas a pelearse con las palabras para llenar su texto de belleza. En sus escritos se nota el esmero consciente de ubicar siempre la palabra correcta en la posición correcta.

Cuatro años y medio pasó Miguel Ángel pintando la bóveda de la Capilla Sixtina, una de las expresiones artísticas más impresionantes del Mundo Occidental y de toda la historia de la humanidad. De esos 4.5 años, casi uno dedicó el artista a la preparación de los bocetos de lo que terminaría plasmando en el techo de la iglesia.

La Pasión según San Mateo de Juan Sebastián Bach, que dura 3 horas (compárese con los tres o cuatro minutos en promedio que dura la típica canción pop), se estrenó en 1727 pero Bach pasó haciéndole revisiones, mejorándola, hasta 1736. Es decir, tardó casi 10 años en completarla. La extrema dedicación consciente de Bach a su trabajo, entendiendo que ofrecía a Dios lo mejor que tenía, motivo por el cual cerraba cada obra religiosa completada con las iniciales S.D.G. (Soli Deo Gloria), no le iban a permitir la chabacana posibilidad de ofrecer lo que no le hubiera exigido dejar todo de sí en cada composición, lo cual lo convirtió en el más grande compositor de la historia.

La burda confusión entre la fascinante dedicación del artista con el caudal de sensaciones que dicha excelencia puede producir en los espectadores demerita al artista y lo despoja de su genialidad. Es la decisión consciente del artista de dedicarse por completo a su obra lo que lo hace grande.

No es esto diferente a lo que requiere también la ciencia, es decir, la verdadera, no el malogrado espectáculo de mediocridad que hoy impera en las universidades del Primer Mundo: Thomas Alba Edison solía decir que la genialidad consiste en 90 por ciento transpiración y 10 por ciento inspiración. Por ello nuestros mejores resultados en las ciencias, o nuestros más sofisticados teoremas y más elegantes demostraciones en la matemática, pueden erizar la piel y llenar los ojos de lágrimas al conocedor ante la grandeza del descubrimiento. Es esta la razón por la cual nos sentimos plenos, brillantes, cuando logramos entender, así sea en parte, las teorías que desarrollaron los grandes genios, porque sentimos que compartimos su grandeza y proyectamos como una luna parte de su luz.

En el fondo no hay tanta diferencia entre la obra de un Bach, un Miguel Ángel y un Leibniz. Las tres son capaces de abrumar el pensamiento y arrollar las emociones. Todas están cargadas de sublimidad. Pero no es algo que ni el uno ni el otro hayan logrado sin la dedicación consciente de entregarse a sus proyectos. Las emociones son para quienes se sientan a entender y degustar sus creaciones. Lo demás son bagatelas: llamar arte al reguetón y científico a Richard Dawkins.

LA REDEFINICIÓN DEL MATRIMONIO

Tal reducción a lo sensual no ha pasado sin menoscabo de la definición misma del matrimonio. Hoy las relaciones comienzan y se acaban determinadas por un cosquilleo en la barriga que bien pudieran quitarse de encima con un simple Omeprazol. Ante tamaño desvío, no es ninguna sorpresa que el matrimonio termine siendo lo que el amor romántico determine, aun si el impulso romántico es homosexual o incluye más de dos personas. Porque sin ningún asomo de duda, la redefinición del matrimonio está dada por el sentir romántico de la pareja: si se siente rico, se pueden casar. Como los sentimientos fluctúan, vienen y van, se prenden y se apagan, con la misma consistencia con que las partículas cuánticas deciden si atraviesan la lámina o se estrellan contra ella; o con la misma consistencia del sentimiento de enamoramiento de Amnón, el hijo del rey David, hacia Tamar, su media hermana, que cambió después del orgasmo; las relaciones, sobre todo las que más importan, terminan fundamentadas en la inestable arena de las emociones.  No es de extrañar entonces que, excepto los filósofos posmodernos, educados a los pies de Walt Disney y Hugh Hefner, nadie sensato haya fundamentado nunca en el pasado la relación matrimonial en las emociones.

Robert P. George, filósofo del derecho de Oxford y profesor de Princeton, junto con sus estudiantes, presenta de esta manera la definición clásica de matrimonio (en artículo aquí y en libro aquí), que llama conyugal o comprehensiva, y que «por mucho tiempo ha informado al derecho, así como la literatura, el arte, la filosofía, la religión y la práctica social, de nuestra civilización». Llama la atención que la definición conyugal del matrimonio esté fundamentada en una concepción cognitivista del derecho natural según la cual, contra Hume, las normas morales y otros principios prácticos básicos son principios racionales cuyos caracteres directivo y prescriptivo son independientes de los deseos o sentimientos de las personas. No así la definición revisionista, basada completamente en una perspectiva positivista del derecho, en Hume, en las emociones:

Definición conyugal del matrimonio: La unión de hombre y mujer en cuerpo y mente, que comienza con el mutuo consentimiento y se sella por el coito. Al completarse por los actos de unión corporal por medio de los cuales se crea nueva vida, esta unión es especialmente apta para la reproducción e intensificada por ella, y requiere compartir en sentido amplio la vida doméstica apropiada de manera única para la vida en familia. La unión de los esposos en todos estos sentidos también requiere objetivamente un compromiso total que es permanente y exclusivo.

Definición revisionista del matrimonio: La unión de dos personas que se comprometen a la unión romántica y la vida doméstica: una unión esencialmente emocional, promovida únicamente por la actividad sexual de cualquier tipo en que estén de acuerdo quienes la conforman. Tal compromiso de unión romántica se considera valioso en tanto dure la emoción.

Kant criticó duramente en sus Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime la idea de sustentar el matrimonio en las emociones, en lugar de los principios:

El alegre y afectuoso Alcestes dice: «Amo y estimo a mi mujer porque es bella, cariñosa y discreta». ¡Cómo! ¿Y si, desfigurada por la enfermedad, agriada por la vejez y pasado el encanto, dejase de parecerte más discreta que cualquier otra? Cuando el fundamento ha desaparecido, ¿qué puede resultar de la inclinación? Tomad, en cambio, el benévolo y sesudo Adrasto, que pensaba para sí: «Tengo que tratar a esta persona con respeto porque es mi mujer». Tal manera de pensar es noble y magnánima. Ya pueden los encantos fortuitos alterarse; siempre continúa siendo su mujer. El noble motivo permanece y no está tan sujeto a la inconstancia de las cosas exteriores. De tal calidad son los principios, en comparación con impulsos originados solo de ocasiones particulares, y así es el hombre de principios, al lado de aquel al cual sobreviene una inspiración buena y afectuosa.

Adoptar la concepción de Alcestes para definir el matrimonio es lo que ha promovido también tantos divorcios no-fault, en los que las irreconciliables razones para permanecer son, por ejemplo, no hinchar por el mismo equipo de fútbol o que la pareja dejó de parecer físicamente atractiva. La definición revisionista no requiere ni siquiera limitarse a dos personas, menos de sexos opuestos. Como lo han promovido sus defensores últimamente, cualquier relación puede volverse un matrimonio si las emociones convergen. Y si cualquier relación puede ser un matrimonio, ninguna lo es, pues las definiciones por su misma naturaleza están dadas por lo que excluyen.

No puedo evitar pensar en la famosa paradoja de Russell, donde tocó limitar lo que íbamos a llamar «conjunto» en matemáticas, introduciendo un esquema axiomático de especificación para evitar contradicciones.

EL CRISTIANISMO Y EL PLACER

Søren Kierkegaard, hablando de la pasión entre Abraham y Sara, dice en Temor y temblor lo siguiente:

El sentido profundo del prodigio de la fe lo encontramos en el hecho de que Abraham y Sara pudiesen sentirse tan jóvenes como para poder desear, y que la fe les hubiese conservado en su deseo y, en consecuencia, en su juventud [énfasis mío].

La fe es una decisión, por supuesto; la decisión de creer (y no hablo aquí de la llamada «fe de carbonero», eso es credulidad y es otra cosa). La fe, si es tal, ha de ejercerse acá en el mundo de los vivos. Fe es actuar en este mundo de acuerdo a la confianza que tenemos en el objeto de nuestra confianza. Contra toda esperanza terrena, si es el caso, como ocurrió con Abraham. Fe es saberse viviendo en el sistema de los números naturales entendiendo que existe la recta real. Por eso la fe no le tiene miedo a las restas (para obtener enteros), las divisiones (para obtener racionales) y a Pitágoras (para obtener irracionales). Esos son temores para quienes solo existen la seguridad de la suma y la multiplicación, que siguen siendo siempre naturales; temores de los seguidores de Hume: los que se juran científicos y los que se juran emocionales pero indistinguibles al fin y al cabo entre ellos mismos.

La belleza de Abraham y Sara es que al siglo mantenían viva la llama (¿cómo más hicieron a Isaac?) porque tomaron una decisión: la decisión de creer. La pasión y el romanticismo dependían de su decisión de creer. No al revés. Por eso no puede decirse que el cristianismo anula la pasión y el romanticismo, como si fuera estoicismo. No. El cristianismo les da rienda suelta para que puedan disfrutarse como en ningún otro sistema de pensamiento o creencia. La tranquilidad moral y racional de saberse haciendo lo correcto proporciona una libertad para la expresión del deseo que no puede compararse a la cohibición experimentada cuando transgredimos lo que conocemos cierto. Porque somos seres morales. Y porque, recuerde, fuimos hechos para servir. De modo que servir al dios de nuestros deseos limita el placer a nuestra nauseabunda finitud existencial; pero servir al Dios que es por definición infinito en sus buenas cualidades, nos proporciona infinito espacio para disfrutar. «En su presencia hay plenitud de gozo, delicias a su diestra para siempre».

«Si el hombre no hubiera caído, el placer sexual, en vez de ser menor de lo que es ahora, sería en realidad mayor» dice C. S. Lewis en Mero cristianismo. En sus Cartas del diablo a su sobrino llega al punto de aseverar, en la voz del diablo, que Dios es hedonista de corazón; y afirma también que incluso en el pecado al que él nos induce la única parte buena —y que Satanás removería si en su ausencia aún pudiera convencernos de pecar— es el sentimiento de placer. Porque en el pecado lo único que hay bueno es el sentimiento de placer. Y si el sentimiento de placer es bueno, entonces viene de Dios, de acuerdo con Santiago. Por eso Satanás tiene que tergiversar las cosas que acompañan el placer antes de poder usarlo contra nosotros. El pecado no es el placer, contrario al también satánico engaño; el pecado es la rebeldía del hombre que, decide obrar en contra de lo que sabe correcto para satisfacer sus poco confiables emociones.

En realidad, el peor momento de Abraham y Sara fue cuando pusieron las emociones por encima de su decisión de creer, para que Abraham tuviera un hijo con su criada. Las consecuencias de su mutuo acuerdo en aquella ocasión han sido tan nefastas que han marcado el fratricidio más grande de la historia y que completa ya cuatro milenios. El problema no son las emociones, sino hacerlas el principio rector de nuestro actuar.

EL MATRIMONIO EN EL CRISTIANISMO

El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad, sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor jamás se extingue.

Aunque esta definición de amor del apóstol Pablo es uno de los pasajes más famosos de la Escritura, pocas personas se dan cuenta de que no hay nada de emocional en ella; la definición de amor en el cristianismo no depende nunca, ni siquiera en el matrimonio, de una reacción visceral, un cosquilleo, un sentimiento romanticón o el deseo sexual. Muy al contrario, la Biblia, en sus dos Testamentos, advierte sobre los peligros que tal situación implicaría. El primer mandamiento, en el cual se nos ordena amar a Dios sobre todas las cosas, especifica que es con todo el corazón (entendido como el eje de la vida misma), con toda la mente, con toda el alma y con todas las fuerzas. Pero no con todas las emociones porque desde tiempos inmemoriales se sabía que estas variaban y no eran confiables. Por eso, sin excepción, los grandes pensadores antiguos y contemporáneos del cristianismo han enfatizado la importancia de fundamentar el amor en la decisión y no en las emociones.

G. K. Chesterton hablaba sobre cuán reveladores resultaban los deseos de los enamorados a hacerse promesas que, por su propia naturaleza, van más allá de los sentimientos. Y tenía razón: en un sentido las promesas les traicionan la calentura del enamoramiento. La necesidad de hacerse promesas revela la fatuidad del sentimiento. El sentimiento no es confiable y por ello debe recurrir a algo que vaya más allá.

Ravi Zacharias, de ascendencia india, en uno de sus mensajes más populares cuenta que su hermano decidió en algún momento casarse con una mujer de la India cuando la familia Zacharias ya vivía en Toronto, Canadá. Le presentaron por carta y fotos ciertos prospectos y así decidió cuál era la mujer que escogía (también con el consentimiento de ella) sin haberla visto jamás en persona. Cuando Ravi, atónito, le preguntó cómo iba a hacer semejante locura, el hermano le contestó: «Nunca lo olvides: el amor es más cuestión de voluntad que una emoción, y si te propones amar a alguien, puedes hacerlo». Hoy son un matrimonio cristocéntrico de más de 40 años. Más adelante añade Zacharias: «El amor es más fuerte que el aleteo del corazón».

Uno de los peores engaños creídos por los cristianos, se colige, es dar por hecho que el sentimiento romántico debe existir para poder iniciar un matrimonio. Y a la larga, esperar que aparezca primero el sentimiento antes de determinar la relación no es otra cosa que fundamentar la relación en los sentimientos. ¡Cuánta infelicidad de cristianos adultos solteros, solos, esperando a la doncella o el Príncipe encantado, nos habríamos evitado (y sí, el pronombre corresponde a la primera persona del plural) de haber comprendido que no era necesario el sentimiento romántico! Por eso el diablo de C. S. Lewis dice lo siguiente en sus Cartas:

A partir de la declaración verdadera según la cual la relación trascendente [generada por la intimidad sexual] tenía la intención de producir familia —y dado que se entre en ella en obediencia, con mucha frecuencia también producirá el afecto—, los humanos pueden ser llevados a inferir que la mezcla de afecto, miedo y deseo que llaman «estar enamorado» es la única cosa que hace al matrimonio feliz o santo. El error es fácil de producir porque en Europa Occidental «estar enamorado» precede con mucha frecuencia a matrimonios hechos en obediencia a los designios del Enemigo; esto es, aquellos con que se proponen fidelidad, fertilidad y buena voluntad; tal como la emoción religiosa, también con mucha frecuencia, pero no siempre, precede la conversión. En otras palabras, hemos de alentar a los humanos a considerar que la base del matrimonio es una versión ampliamente maquillada y distorsionada de algo que en realidad el Enemigo promete como resultado [segundo énfasis mío].

Desde los tiempos de Lewis para acá, el mal se ha generalizado a toda la sociedad Occidental, no solo Europa. Nótese que entrar en la relación en obediencia producirá el afecto. El inglés estaba tan interesado en resaltar la idea que el primer énfasis en el texto es suyo. Lewis ni siquiera afirma que el sentimiento fuera necesario al principio de la relación, sino que iba a surgir de la decisión y las acciones correctas. En uno de los ejemplos más famosos de literatura contemporánea, me es imposible no mencionar a Daenerys Targaryen, el personaje de la famosa y descarnada saga Game of Thrones. Daenerys, una delicada princesa, es forzada a un matrimonio por conveniencia con el salvaje Khal Drogo (Y antes de avanzar se me hace necesario afirmar que no puede haber matrimonio si no hay «mutuo consentimiento», como lo establece la definición conyugal dada anteriormente. ¡Es ese precisamente el eje! Debe haber una decisión de los dos lados. De modo que en principio el matrimonio de Daenerys y Khal Drogo no lo era). Sin embargo, la princesa lejos de resignarse al sino que le tocaba en suerte, decide aprender a ser la esposa que Drogo necesitaba. Cambia toda su mentalidad para adaptarse a la nueva situación Es allí, con la decisión de Daenerys, cuando puede decirse que el matrimonio comienza de verdad… … Quizás ha de ser esa la única perla de verdadera sabiduría en toda la saga.

Volviendo a la cita de Lewis, el inglés considera que poner la relación a depender del impulso emocional primario es un engaño diabólico, puesto que quien habla es el diablo mismo. ¡Es increíble el engaño satánico con respecto a las emociones y las relaciones, y el daño que ha hecho! Satanás reconoce una verdad obvia: la forma más eficiente de propagar el cristianismo es a través del matrimonio cristiano. Los hijos han de ser los discípulos de [las creencias de] los padres. Por lo tanto, una de las formas más efectivas de evitar la propagación del cristianismo no es solo destruir los matrimonios, sino evitar que los creyentes se casen. ¿Cómo hacerlo en la cultura de hoy? ¡Haciendo que la relación matrimonial dependa del sentimiento! En efecto, partiendo de lo ya citado, continua así el texto:

Se siguen dos ventajas. En primer lugar, podemos disuadir a los humanos que no tienen el don de continencia de buscar el matrimonio como solución, pues no consideran que estén «enamorados», y gracias a nosotros, la idea de casarse por otro motivo les parece baja y cínica. Sí, piensan así. Consideran que la intención de lealtad a la relación para ayuda mutua, para la preservación de la castidad y para la preservación de la vida, es algo más bajo que el torrente de emociones… En segundo lugar, los deseos sexuales de cualquier tipo se considerarán «amor» en tanto que con ellos se pretenda el matrimonio, y el «amor» servirá para excusar a un hombre de toda la culpa y protegerlo de todas las consecuencias de casarse con una mujer pagana, necia o de vida disoluta.

Es decir, un engaño con el que se garantizan el éxito de los falsos positivos (los que se casan mal creyendo que hacen bien) y los falsos negativos (los que no se casan creyendo que harían mal).

En conclusión, no podemos dejar a las emociones azarosas la virtud más noble que tenemos los seres humanos, que es la capacidad de amar, y la relación más importante en la sociedad, que es el matrimonio. No es el sentimiento romántico el determinante del origen y edificación del verdadero matrimonio cristiano. Es la decisión romántica. No es por tanto tampoco la anulación del romanticismo. Es que en aras de hacer el romanticismo perenne, ha de fundamentarse y edificarse sobre la roca estable de la decisión, no sobre la arena movediza de las emociones.

Darwin —y su teoría— sobre los negros

At some future period, not very distant as measured by centuries, the civilised races of man will almost certainly exterminate, and replace, the savage races throughout the world.… The break between man and his nearest allies will then be wider, for it will intervene between man in a more civilised state, as we may hope, even than the Caucasian, and some ape as low as a baboon, instead of as now between the negro or Australian and the gorilla.

Charles Darwin, Descent of Man

Traducción a continuación:

En algún momento futuro, no muy lejano si lo medimos en siglos, casi ciertamente las razas humanas civilizadas exterminarán y remplazarán a las razas salvajes en todo el mundo… Entonces la brecha entre el hombre y sus más cercanos aliados se hará más amplia, porque sobrevendrá entre el hombre —en un estado más civilizado, cabe esperar, aún mayor que el del hombre caucásico— y algunos simios tan inferiores como el papio, no como la brecha actual entre el negro o el australino y el gorila.

Charles Darwin, El origen del hombre

Implicaciones teológicas del bosón de Higgs

La llamada «partícula de Dios» ha dado mucho de qué hablar en estos días debido a que los científicos del CERN anunciaron que habían detectado su huella, digamos, hace unos pocos días. Mucho trecho hay de aquí a confirmar que realmente se trata de la famosa partícula, pero por causa del argumento que aquí quiero presentar (sus implicaciones teológicas) supongamos que así es. Aclaro, eso sí, a modo de disclaimer que lejos estoy de ser un experto en la materia y no pretendo que mi opinión sea definitiva.

Lo primero que quiero aclarar es que el nombre «partícula de Dios», traducción de la expresión inglesa God particle, se ha prestado a malas interpretaciones, principalmente porque en inglés pareciera implicar que la partícula es Dios (luego que es la causa de todo lo que conocemos). No es así, el término proviene de un libro con idéntico título escrito en 1993 por el premio nobel Leon Lederman. La idea detrás del nombre era mostrar dos cosas: Primero, que la partícula subyace todo objeto físico que conocemos; segundo, que la partícula era muy difícil de encontrar: su existencia se predijo hace casi 50 años, pero solo hasta ahora se puede detectar su huella (véase este breve escrito al respecto del apologista cristiano William Lane Craig). Justo es decir que el nombre original de Lederman para su libro era La partícula maldita (The goddamn particle, en inglés), precisamente por lo complicado que era encontrarla; pero la casa editorial que publicó su libro, en una movida comercialmente brillante, lo convenció de cambiar el título por el que ya se mencionó, dándole así un efecto publicitario gigante.

Entrando en materia, si algo me ha gustado de todo el cubrimiento mediático del bosón de Higgs es que gracias a este las noticias se centran en la ciencia por las razones correctas, porque la ciencia está haciendo bien su tarea, está haciendo descubrimientos científicos interesantes y válidos. Pero, seamos claros desde el principio, el descubrimiento del bosón de Higgs tiene consecuencias teológicas mínimas, tendiendo a nulas, al menos directamente, por dos razones que pretendo explicar:

Una de las razones es que no prueba que Dios no exista o que no sea necesario. El modelo físico estándar —la teoría reinante en la física para entender la materia y sus interacciones en términos de unas pocas partículas elementales, una teoría muy coherente y que funciona muy bien—, establece que el bosón de Higgs es necesario para explicar la masa de otras pocas partículas que, a su vez, explicarían el resto de la materia y sus interacciones. Sin embargo, no se afirma que el bosón de Higgs sea condición suficiente para la formación de las partículas. Es decir, no se afirma que el bosón de Higgs es la causa de otras partículas elementales, sino que en ausencia del bosón de Higgs no tenemos cómo explicar (la masa de) esas partículas… al menos usando el bien ponderado modelo estándar.

De modo que el descubrimiento es que el bosón de Higgs sí existe, como lo había predicho la teoría. No que el bosón tiene poder creador y menos aun que existía antes del inicio del universo, como su apodo parece sugerir. De hecho, se sabe que su comienzo debe ser posterior al Big Bang. Así las cosas, el bosón de Higgs no afecta el argumento cosmológico para la existencia de Dios, que tiene su mayor fortaleza en que el universo tuvo origen.

Por otro lado, el bosón de Higgs tampoco prueba que Dios exista o que sea necesario. En esto hay que ser claro. No tengo más que decir en este aspecto.

No obstante, quiero usar este resultado para argumentar algo que viene llamando mi atención hace algún tiempo. El hecho de que, parafraseando a Einstein, lo más incomprensible del universo sigue siendo cuán comprensible este es. El apego del mundo observable al modelo, a las matemáticas subyacentes, que son elegantísimas y profundísimas, además de incomprensible es sorprendente: hay una sumisión de la realidad al lenguaje, en este caso el lenguaje matemático; una realidad con contenido semántico (la expresión de esa matemática) que resulta ser completamente coherente con el Logos, la segunda persona de la Trinidad, el Verbo que creó cuando habló (Sal. 33:9). La palabra creada, vemos en este caso de la confirmación del modelo estándar, está escrita en lenguaje matemático de una forma tan soberanamente elegante que, si tomamos en serio Juan 1, no refleja tan solo la inteligencia del Logos, sino el gran detalle y la fineza de su pensamiento. El universo y su compleja elegancia es lo que esperamos encontrarnos si nuestro punto de partida es la cosmovisión cristiana.

No quiero decir con esto que el modelo estándar esté completamente comprobado o que no pueda contener errores. A estas alturas, de hecho, el modelo está lejísimos de dar una descripción completa. Sí creo, sin embargo, que cada futura confirmación o corrección que se le haga continuará mostrando que no es posible la reducción materialista que muchos científicos supusieron. En su lugar, se necesitarán más matemáticas para continuar con esta descripción —matemáticas cada vez más profundas y elegantes, creo yo—, de modo que el contenido semántico se incrementará, haciendo claro que cuanto más nos adentremos en entender este mundo material, más información vamos a necesitar. Y esa cantidad tan grande de información es más coherente con el cristianismo y su Logos que con cualquier otra cosmovisión.

Cristo es la completez de la ciencia

En una de mis entradas anteriores me referí a la importancia del protestantismo como provocador de la ciencia. Quiero entonces en esta columna completar ciertas ideas que, a mi juicio, le dan soporte a la anterior, y extender un poco más los conceptos e implicaciones.

Múltiples historiadores de la ciencia, creyentes y no creyentes, coinciden en que el desarrollo de la ciencia habría sido imposible sin la cosmovisión cristiana y, en particular, el impulso del protestantismo. Aunque los argumentos son extensos, aquí hago un esbozo de ellos para aclarar la idea, época por época. La razón principal para ello es que, aun cuando en la Edad Antigua hubo algunos brotes de pensamiento científico (sobresale sobre todas las demás figuras la de Arquímedes, una mente solo comparable con Newton y Einstein), la cosmovisión politeísta impedía el surgimiento de la ciencia: para los antiguos el mundo estaba sometido al parecer de divinidades cuyas pasiones y emociones eran idénticas a las humanas, pero con más poder. En consecuencia, el mundo, sujeto a los caprichos de los dioses, no era un lugar muy apto para el descubrimiento científico (algo muy notorio en la astrología desde sus inicios, más preocupada por las variaciones que por las regularidades). No es del todo este el caso con las matemáticas que al fin y al cabo, por su abstracción, se acercaban bastante al platonismo, cosa que en gran parte permitió su desarrollo.

Por supuesto, Occidente es cristiano desde el inicio de la Edad Media, aproximadamente a partir del año 400 d.C., cuando cae Roma y el catolicismo termina heredando y convirtiéndose en el gran poder. Sin embargo, como argumenté en aquella oportunidad, el conocimiento (que siempre ha sido poder) estaba concentrado en unos pocos, generalmente nobles o sacerdotes… y no es que le interesara de a mucho a la iglesia católica que dicha situación cambiara. A inicios de la Edad Moderna, la Reforma tiene el efecto de introducir el conocimiento en la sociedad en general, no solo en unas pocas élites, de modo que el saber se esparce y su crecimiento rápido se vuelve un corolario algo obvio: son muchas cabezas pensando en los problemas que antes solo atañían a unos cuantos.

El cristianismo siempre ha aceptado que existen tres formas de revelación: la palabra creada (la naturaleza, el mundo; Ro. 1:19-20, Sal. 19:1-6), la Palabra escrita (la Biblia; Jn. 5:39) y la Palabra humanada (Cristo; Jn. 1:1, 14). Pero, como ya se dijo, durante la Edad Media poco importó la alfabetización, de modo que estas tres palabras eran, en mayor o menor grado, ininteligibles. Lutero corrige la situación y así la comprensión de la revelación natural, en particular, se vuelve importante. El Dios judeo-cristiano, inmutable y confiable, quien por definición es (YHWH), da sentido al estudio de una creación dotada de estabilidad, de regularidades… de leyes naturales. Más aun, ese mismo Dios es omnisciente e infinitamente inteligente. De modo que la teología natural, el estudio de la palabra creada, sirve como soporte y fundamento a la ciencia: podemos estudiar el mundo porque una inteligencia (afirmamos los monoteístas que Dios) le dio sentido. La ciencia no tiene sentido si no se supone la inteligibilidad del mundo, si no se supone que la naturaleza es comprensible. Esto era absolutamente claro para los científicos protestantes y cristianos en general desde comienzos de la Edad Moderna. En este contexto Newton entendía sus estudios y los avanzaba, a tan exagerado punto que aun sus errores de cálculo los solucionaba metiendo a la fuerza la mano divina.

Estas raíces de la ciencia se perdieron en algún momento de la Edad Moderna. Occidente comenzó a perseguir el conocimiento por el conocimiento (con el positivismo de Comte) queriendo volver dioses a los hombres («Dios ha muerto, viva el superhombre»; si la historia le suena conocida es porque es idéntica a la narración mosaica de la Caída de Gn. 3). Tanto se refundieron estas raíces que a Einstein —científico de la ya entrada Posmodernidad— le parecía eternamente incomprensible que el universo fuera comprensible (¡!). Una incomprensión obvia si no hay Dios.

Nada de esto quiere decir que no se pueda hacer ciencia sin ser cristiano y menos aun que no se pueda sin ser protestante. No. Pero a la larga sí tiene que ver con que ninguna otra cosmovisión da tanto sentido a la ciencia como el cristianismo: La información en el universo (y en la vida como la conocemos, en particular), vista desde su irreductibilidad al mundo material, hace que poco o ningún sentido tengan cosmovisiones donde la naturaleza es el principio de todas las cosas (ateísmo materialista, panteísmo, politeísmo, etc.), de modo que solo las cosmovisiones teístas, en las que Dios suele estar más allá del mundo natural (cristianismo, judaísmo e islamismo, principalmente; aunque es posible el teísmo sin referencia a ninguna de estas tres), sobrevivirían a este escrutinio.  Y entre estas, el cristianismo, por la segunda persona de la Trinidad, la Palabra humanada, el Verbo, el Logos (un concepto de la teología juanina, luego exclusivamente cristiano, no judío ni musulmán), no solamente hace comprensible la naturaleza sino que da sentido al concepto mismo de la información, por definición. Es decir, cuando observamos la naturaleza, ninguna otra cosmovisión pareciera tener más fuerza epistemológica, ninguna otra cosmovisión pareciera ser más consonante con lo observado, que el cristianismo.

Por otro lado, como escribiera también en una entrada reciente, la información específica proporciona uno de los mayores respaldos a la idea de este Logos. Esto es, si partimos de la concepción cristiana de los orígenes, esperamos encontrarnos un universo entendible y plagado de información como el nuestro. Estas dos cosas quieren decir que al observar el mundo esperaríamos encontrarnos detrás suyo a una divinidad como el Logos, y que al partir de un concepto cristiano de los orígenes también esperaríamos encontrarnos una naturaleza entendible —más aun, con lenguaje estructurado, como en el caso de la información biológica— precisamente por causa del Logos.

Tendríamos entonces que la información sí es coherente con el Logos cristiano. Cristo es la completez de la ciencia, tal como los números reales completan los números racionales; así lo afirma William Dembski en su libro Diseño inteligente (Vida, 2005). Sin Él es posible hacer ciencia, sí; al igual que el matemático aplicado puede trabajar solo con los números racionales (los números cuya expansión decimal es finita o se repite indefinidamente), el científico puede trabajar sin referencia directa a Cristo y obtener resultados buenos e importantes. Pero los números racionales son insuficientes en lo conceptual; por ejemplo, un cubo de lado racional siempre tendrá una diagonal que no es racional; no importa cuánto lo aproxime el matemático aplicado, el resultado siempre escapará a su mejor aproximación (por este motivo los pitagóricos arrojaron al mar en su tiempo a quien les mostró que un cuadrado de lado 1 tiene diagonal que mide √2, un irracional). De ahí la necesidad de los números reales. Bajo esta analogía, el científico puede seguir trabajando como venía y nada cambia en su labor, como el matemático aplicado siempre trabajará con los racionales y no con todos los reales. Pero la ciencia solamente tendrá sentido, solo será completa, a la luz del Logos. Él, el Verbo, la Palabra, es quien hace comprensible el universo desde su creación. Cristo es la completez de la ciencia.

Inferencia de teísmo a partir de la ciencia

Hace varios meses escribí una entrada llamada Stephen Hawking: ¿Un universo generado por leyes? en la cual argumentaba que el Big Bang sugiere con mucha fuerza la existencia de Dios. En esta entrada quiero continuar con una idea más fuerte aún. La evidencia de la ciencia no solo sugiere que Dios existe, sino que otros descubrimientos recientes se avienen más con una perspectiva teísta que con una deísta. Para tal propósito se harán necesarias varias definiciones y precisiones preliminares.

La primera de ellas es aclarar que no se trata de una demostración de la existencia de Dios, no al menos en el sentido más matemático de certeza epistemológica. Por eso se usó intencionalmente en el párrafo anterior el verbo sugerir. Sin embargo, la información es tan abundante que, a juicio del autor, concluir que Él existe no conlleva a un salto en el vacío sino, a lo sumo, a un paso menos que incómodo en un suelo desnivelado. Y en ese suelo veo mayor posibilidad de tropiezo para el ateo o el agnóstico que para el teísta o deísta.

Vale la pena entonces en este párrafo hacer una distinción de estos últimos cuatro términos. Ateo es quien no cree en la existencia de Dios. Agnóstico es quien cree que no existe evidencia ni a favor ni en contra de la existencia de Dios. Deísta es quien cree que Dios existe, pero es un ser desentendido del universo. Teísta es quien cree en la existencia de Dios y que Él interactúa con el universo.

Así pues, en la anterior entrada sobre Hawking se dieron las bases de lo que podría ser uno de los argumentos científicos más fuertes en contra de la no existencia de Dios. A los razonamientos de este tipo se les suele llamar argumentos cosmológicos para la existencia de Dios. No constituyen una nueva forma de argumentación, pero desde que conocimos de la ocurrencia del Big Bang es mucho más fácil sustentarlos y esgrimirlos. Más aun, el Big Bang hace conceptualmente complicado y casi insostenible el ateísmo e incluso quita prácticamente todo soporte epistemológico al agnosticismo. Luego, si consideramos lo anterior con seriedad, vemos las opciones reducidas a dos posibilidades: teísmo o deísmo, y entre estas dos opciones parecería que la ciencia se inclinara más a favor del teísmo que del deísmo por dos desarrollos científicos recientes: la física cuántica y la teoría de la información. A continuación intentaré explicar esta afirmación.

Resultados conocidos de la física cuántica nos permiten saber que las partículas elementales no poseen propiedades intrínsecas sino que tales propiedades solo existen de manera relativa: dependen de que haya un observador. De hecho, suponer lo contrario, que las propiedades de las partículas son inherentes a ellas, lleva a contradicciones matemáticas insalvables. Por tal razón —porque las matemáticas son coherentes y se ajustan a la realidad— los físicos han concluido que ciertas propiedades importantes de las partículas (de la materia) solo existen cuando las partículas pueden observarse, que tales propiedades son relativas a la observación y por ende al agente observador (el lector interesado puede encontrar una explicación más rigurosa de este hecho aquí).

Puesto que cualquier forma de vida en el universo estaría compuesta por las partículas que en este habitan, es obvio que ni los seres humanos ni ninguna otra posible forma de vida en el universo pueden ser los observadores de estas partículas desde su inicio (las partículas de las que estamos compuestos existen mucho antes que nosotros). La teoría requiere un observador externo al universo capaz de determinar las propiedades de tales partículas. Y en este acto (hay una acción) de observar es donde se evidenciaría una interacción de tal agente externo con nuestro universo. Los cristianos consideran de manera natural que tal agente es Dios (aunque no se necesita ser cristiano para suponerlo así), luego su interacción con el mundo, su acto de observarlo, se constituiría en una fuerte prueba de teísmo.

De otro lado, está la teoría de la información. El primero en sistematizar una teoría de la información fue Claude Shannon mientras trabajaba en los laboratorios Bell; pero la teoría de la información ha alcanzado nuevos niveles, más allá de Shannon, al punto de considerar hoy la información parte fundamental de la naturaleza, como la materia y la energía. Más aun, se considera que la información es la que da orden a la materia y a la energía (suele decirse que la materia es como el hardware y la información como el software) y que es entendible, como un idioma que se aprende a hablar. Einstein decía que lo más incomprensible del universo es que es comprensible (esto es, que hay información estructurada). El astrónomo Guillermo González ha mostrado en un libro llamado The Privileged Planet [El planeta privilegiado] que las mismas condiciones que hacen habitable la tierra —por su posición en el universo, la vía láctea y el sistema solar, y por el momento de la historia universal— también la hacen estudiable; más aun, González argumenta que difícilmente podría haber existido vida compleja, como la humana, en otro momento de la historia. Es decir, el universo parece estar diseñado para que lo pudiéramos entender en el momento breve de la historia universal en que íbamos a existir los humanos en la tierra. González muestra que en otra posición y tiempo ni habríamos podido existir ni habríamos podido entender el universo.

Tal capacidad de estudiar el universo, de entenderlo, justo en este momento sugiere que hubo un diseñador que intencionalmente quiso dejarnos las instrucciones para comprenderlo. Una vez más, un concepto completamente acorde con el cristianismo. A juicio de quien esto escribe, esa información, en el lenguaje de la ciencia, es un manual de instrucciones de cómo funciona este producto llamado universo y que permite entender en algo al diseñador; por lo menos nos deja claro que se trata de un ser inteligentísimo, dada la complejidad de este universo en el que vivimos y la precisión que se requiere para su funcionamiento. La cosmología parece estar descubriendo hoy las notas del Salmo 19 que David escribió hace tantos miles de años: «Los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos». En esa información hay comunicación, un acto de comunicar, lo cual sugiere muy fuertemente que, más que deísmo, hay teísmo.

De esta manera, la información y la física cuántica, además de permitirnos entender un poco más este mundo, nos permiten también entender desde la ciencia que el teísmo no está tan lejos de las conclusiones científicas como pudiera pensarse. El agnosticismo es una forma sana y honesta de comenzar a razonar, pero una vez se acumula evidencia contundente a favor de una de las dos posturas, debe ir haciéndose a un lado para dar paso a la evidencia dondequiera que ella lleve; lo contrario sería deshonestidad intelectual. Así, los pasos desde el agnosticismo hasta aceptar la existencia de Dios y luego el teísmo no parecen saltos al vacío sino avances en tierra firme, gracias a la herramienta de la ciencia.

La provocación protestante de la ciencia

Han surgido debates recientes al interior del protestantismo acerca de su influencia en ese concepto —algo etéreo— de lo que hoy llamamos ciencia. Por ejemplo, en el portal de internet español Protestante digital, donde escriben reconocidos pensadores protestantes ibéricos, se presentó hace poco un cruce de columnas entre sus opinadores por las posiciones divergentes al respecto.

Todo empezó con una entrada de César Vidal llamada Protestantismo y revolución científica en el blog La voz, cuya lectura recomiendo al lector. En ella argumenta que el protestantismo provocó (y nótese que el verbo es provocar, no originar) la revolución científica. Dice Vidal que las naciones que adoptaron el protestantismo eran en general más pobres que las naciones católicas a finales del Medioevo, momento en que se inicia la Reforma. Y, sintetizando la idea, esa situación se volteó gracias al impulso de la Reforma a la sociedad y en particular a la ciencia.

No carece de razón Vidal en su afirmación. Cuando estaba en mi pregrado tuve la oportunidad de asistir a un curso llamado Introducción a la modernidad: Reforma, dentro de una serie de varios cursos semestrales que dictó Rubén Jaramillo Vélez. Recuerdo haber leído allí unas afirmaciones de Lutero sobre el cambio sustancial que vivió Alemania gracias a la Reforma. Decía Lutero que, entre muchas otras cosas, incluso en las ropas se veía la mejoría en la Alemania de inicios del s. XVII. Y realmente así era. La Reforma tuvo un efecto básico importantísimo que se expandió rápidamente por toda la Europa protestante: la alfabetización de los países que afectó, impulsada por el mismo Lutero para que cada persona pudiera leer la Biblia en su idioma.

La alfabetización tiene resultados directos tangibles… por ejemplo, que al leer se aprende a hacer los mejores vestidos que vio Lutero, claro. Otro resultado es que un grupo no pequeño de los alfabetizados quiere conocer cada vez más; y en aquel momento coyuntural muchos de ese grupo, como también lo señala Vidal en su columna, fueron cristianos protestantes que vieron en la ciencia una forma de entender a Dios por sus obras en la naturaleza, su palabra creada; por eso en sus orígenes la ciencia moderna también se llamó teología natural. El más grande de estos científicos protestantes —y de toda la historia— fue sin duda Isaac Newton, quien escribió más sobre teología que sobre ciencia y quien fuera además el creador del cálculo, la mecánica y la óptica.

Por supuesto, Newton no fue el único; como menciona Vidal hubo otros protestantes con grandes contribuciones para la ciencia. Lineo (taxonomía), Euler (matemático, quedó ciego muchos años antes de morir pero aun así continuó haciendo grandes contribuciones y podía recitar gran parte de la Biblia de memoria), John Dalton (la teoría atómica), Michael Faraday (electricidad) y JC Maxwell (electromagnetismo) son solo algunos de ellos.

Sin embargo, a todo esto responde Pablo de Felipe (aquí y aquí), protestante, bioquímico y también columnista de la mencionada publicación, que la ciencia no fue casi un monopolio protestante, como lo afirma Vidal. Para ello recurre correctamente a ejemplos de grandes científicos católicos de la época —y, obviamente, tratándose de Europa Occidental, en aquel momento histórico no había sino las opciones de catolicismo y protestantismo— que difícilmente pueden pasarse por alto: Copérnico (heliocentrismo), Veselius (anatomía moderna), Descartes (filósofo e implementador del plano cartesiano) y Fermat (matemático), entre muchos otros; más recientemente, los grandes Mendel (padre de la genética), Pasteur (microbiólogo y químico francés) y Lemaître (padre de la teoría del Big Bang).

Estos son datos incontestables. Sin embargo, lo que no puede negarse es que lo que hoy llamamos revolución científica habría sido imposible sin el protestantismo, pues vale la pena añadir que, antes de la Reforma, el conocimiento estaba restringido al clero y a los poderosos, de modo que la democratización del conocimiento solo se hizo posible gracias a la ya explicada alfabetización de la Europa protestante, que terminó ampliándose a todo el continente gracias a la revolución social que significó la Reforma. Sin este cambio social nunca habría ocurrido la llamada revolución científica, pues para ser verdadera revolución, de efectos sociales notorios, necesitaba ir mucho más allá del clero católico y, de no haber sido por el protestantismo, los pocos científicos católicos de la época no habrían podido generar una revolución social en nombre de la ciencia… sobre todo si se considera la forma en que Roma trataba las ideas que consideraba contrarias y «peligrosas»: la Inquisición.

En resumen, no puede afirmarse con base en la historia que el protestantismo sea algo así como el padre de la ciencia, pues también existieron muchos científicos anteriores a la Reforma. Pero tampoco puede negarse que la ciencia moderna usó y requirió del protestantismo para llegar a ser. No podemos decir que sin protestantismo habría existido una ciencia (o no) porque eso nunca lo sabremos; pero repito: esto que hoy llamamos ciencia, la ciencia —y que no sabemos muy bien cómo definir— no habría existido sin el protestantismo, sin la Reforma.

El gran diseño de Stephen Hawking: ¿Un universo generado por leyes?

Ningún otro descubrimiento científico tiene la fuerza conceptual del Big Bang para defender la existencia de Dios. Dirá alguien que la vida y las biociencias pueden tener la misma fuerza epistemológica a favor del teísmo o deísmo, pero no es así. A diferencia del universo y su Big Bang, nuestro conocimiento de la vida y sus orígenes es completamente limitado. A nivel biológico, lo mejor que tenemos son teorías sobre el origen de las especies, teorías cuya validez se sigue discutiendo a estas alturas. Pero, lo que es peor, lo poco que sabemos sobre el origen de las especies hasta pareciera conocimiento sólido si se compara con el origen de la vida, que no deja de ser la más oronda especulación. Al punto que Simon Conway Morris, profesor de Cambridge y uno de los investigadores más famosos del mundo en los orígenes biológicos, ha propuesto declarar la vida como axioma y dejar de perder el tiempo intentando descubrir su origen.

Pero el Big Bang, al determinar el inicio del universo mismo, tiene grandes implicaciones en los cuestionamientos filosóficos y teológicos sobre la existencia de Dios. Esto es claro de un editorial de John Maddox en la prestigiosa revista Nature hace poco más de 20 años. Decía Maddox: «El Big Bang, además de ser filosóficamente inaceptable, es una postura sobresimplificada del origen del universo y es poco probable que sobreviva de aquí a una década» (Nature [1989], 340, p. 425). Aunque la inviabilidad filosófica a la que alude Maddox hablaba más de sus prejuicios metafísicos que de la veracidad del Big Bang, el punto a resaltar aquí es que aun los círculos más ateos entienden cuán pequeño es el salto conceptual de un universo con origen a una deidad que lo haya creado. Por eso dijo Christopher Isham:  «Tal vez el mejor argumento a favor de la tesis de que el Big Bang respalda el teísmo es la ansiedad obvia con la cual la reciben algunos de los físicos ateos».

Ahora, cuando de ciencias se trata, no se puede considerar la motivación del científico para juzgar sus resultados. Si bien las motivaciones suelen ser determinantes a la hora de los descubrimientos, la veracidad de los hallazgos no depende de ellas. Comentado esto, es menester entender que la motivación del físico Stephen Hawking siempre ha sido dar soporte a su ateísmo. A él siempre le ha molestado el Big Bang porque todo efecto implica una causa, y como el Big Bang sería el primer efecto natural, es intuitivamente obligatorio escribir su causa, también primera, con mayúscula inicial. Sin duda, un golpe duro a la (in)creencia del cosmólogo inglés.

Sin embargo, el problema con las teorías de Hawking sobre el inicio del universo no es la motivación; es que son falsas. Antes, por ejemplo, ya había intentado una teoría en la que negaba el Big Bang; pero al hacerlo, su argumento matemático eliminaba también las leyes de la termodinámica; algo impermisible, por eso se cayó.

Ahora vuelve en su libro The Grand Design con una teoría en la cual afirma que el universo surgió a partir de las leyes naturales, en particular de la ley de la gravedad. El problema con esto es que, si asumimos cierto el materialismo por el cual Hawking aboga, las leyes serían incidentales a nuestro universo, inherentes a él, pertenecientes a él. Si Hawking quiere leyes que hayan formado el universo (no solo que lo rijan), tiene la necesidad de declararlas externas a este para evitar los razonamientos circulares («el universo hizo las leyes y las leyes hicieron el universo»). Pero al hacerlo, al ubicar las leyes fuera del universo, está haciendo que su afirmación se asemeje más a filosofías especulativas que él mismo desprecia que a la ciencia materialista rigurosa como tal a la cual pretende defender. Porque si las leyes naturales están más allá del universo físico, están más allá de la ciencia. Diez años antes de El gran diseño de Hawking, el matemático y filósofo David Berlinski lo explicó en los siguientes términos en Newton’s Gift, su biografía de Newton:

Si la gravedad explica gran cantidad de cosas que de otra forma serían muy confusas, esta explicación se da por medio del misterio. La gravedad actúa a distancia y de inmediato. Ninguna otra fuerza de la naturaleza pareciera comportarse así. Difícilmente puede llamársele mecánica a una fuerza con tales propiedades, aunque se transmita por cuerpos materiales. Lo que resulta tan confuso es el carácter irreducible de la gravedad. Dentro de la mecánica de Newton no hay explicación para la fuerza de la gravedad en términos de otras fuerzas, como el movimiento y la distribución de las partículas. La gravedad es lo que es; y no se puede explicar en términos más simples ni apelando a los constituyentes más elementales de la materia. Conocemos la gravedad por sus efectos, la entendemos por medio de su forma matemática. Más allá, no entendemos nada.

Así era cuando Newton escribió y lo sigue siendo hoy [traducción mía, énfasis mío].

Después de asimilar la idea de Newton en sus Principia, una de las principales conclusiones a extraer es la bancarrota de la reducción materialista en las ciencias. La ley de la gravedad, la más ubicua de las fuerzas del universo, no se puede reducir a la materia; actúa en la materia pero no se puede reducir a ella.

Por tanto, Hawking está determinando la causa del universo a leyes tan ajenas al universo, tan trascendentes, como el Dios cristiano de Karl Barth. Es decir, en últimas, la teoría nueva de Hawking no es otra cosa que la divinización de las leyes, con lo cual el cosmólogo termina avalando lo que tanto quería negar: rechaza la deidad de un ser personal, creador y absolutamente otro, para afirmar la deidad de las leyes naturales. Hawking podrá ser ateo en un Dios personal, pero es absolutamente deísta en las leyes impersonales. Es solo una transposición de la divinidad en cuanto a agente creador. Y, lo que es peor, llega a sus conclusiones científicas solo a partir de indemostrables suposiciones metafísicas que son, por ende, anticientíficas; cosa que a mí particularmente no me incomoda (suscribo por completo la indemostrabilidad kuhniana de los paradigmas), pero que sí echa por la borda la proposición positivista, velada en su argumento, de que toda verdad es científicamente demostrable.

La ciencia funciona así: postulamos leyes que están más allá de la naturaleza para entender la naturaleza. No sorprende entonces que los intentos ideológicos por reducir nuestra comprensión del universo a materia y nada más que materia tengan la ciencia anquilosada. Si queremos explicar este mundo natural, necesitamos apoyarnos en algo que esté más allá de la naturaleza misma.